domingo, 9 de diciembre de 2018

martes, 20 de noviembre de 2018

Pseudociencias



Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 19 de noviembre de 2018

PSEUDOCIENCIAS

            Algunos rasgos propios de nuestra época (la velocidad con que cambia el mundo que nos rodea, la interdependencia de los países, las posibilidades que la tecnología abre) hacen de nuestro tiempo un tiempo complejo. El pensamiento que busque orientarse en él deberá hacerse cargo de esa complejidad. Lo contrario de lo complejo no es lo sencillo, sino lo simple. Simplicidad es creer que las cosas no tienen mezcla, que son puras, o que los valores nunca entran en conflicto y, si se elige uno, no se tiene que sacrificar al menos algo de otro. Sin embargo, esa rapidez que hace de este mundo un mundo más complejo, es la que hace del pensamiento algo más simple. Los mensajes de la política prescinden de los matices y son trazados con la brocha gorda con que se pintan los eslóganes, la música se reduce a una percusión primitiva o en el idioma agoniza una miríada de palabras por falta de uso.
            Ese contraste entre complejidad y simpleza lo vemos como en un espejo al asomarnos a internet y las redes sociales. Asombra que una tecnología tan sofisticada como la nuestra soporte tal cantidad de contenidos estultos. Tal cosa recuerda los análisis de Ortega en La rebelión de las masas hace ya casi un siglo. Entre esos contenidos necios están las supercherías y los timos, que siempre han existido pero que creeríamos erradicados para siempre en un tiempo en que la formación y la información están a disposición de cualquiera como nunca en la historia.
            De entre esas supercherías, y debido a sus posibles nocivas consecuencias, han saltado a la actualidad las pseudociencias. Conocida es la actitud beligerante frente a ellas del ministro de Ciencia, Pedro Duque. Decidir qué es y qué no es una ciencia es una cuestión teóricamente complicada, pero hay un consenso entre científicos y filósofos de la ciencia al respecto, que la actitud del ministro ejemplifica. Ahora bien, esa  hostilidad contra las pseudociencias no implica que uno sea cientificista, es decir, que uno considere que el único conocimiento válido sea el científico. Confundir ambas cosas es caer en el pensamiento simple aludido al principio. La ciencia es un logro de nuestra tradición admirable por su búsqueda apasionada (pues la ciencia no es nada fría como en ocasiones se piensa) de la verdad, por sus hallazgos y por sus aplicaciones, pero no carece de límites ni de sombras (qué no los tiene). Entre sus límites está el hecho de que la cuestión de qué hacer con la ciencia (promover unas investigaciones y desechar otras, por ejemplo) no es científica. Por no hablar de las decisiones que hay que tomar sobre los acuciantes problemas de nuestro tiempo (desigualdad, inmigración), que no son objeto de la ciencia. Esta puede aportar medios que permitan conseguir mejor los fines que nos propongamos, pero tales fines no pueden ser establecidos científicamente. Estas consideraciones no abren la puerta de las necias supercherías, pero sí las de otras formas de saber diferentes a la ciencia. No puedo explicitar aquí qué criterios son pertinentes para distinguir, fuera de la ciencia, entre un saber y un puñado de sandeces. Tales criterios nos pueden incluso dar la sorpresa de admitir aspectos de algunas pseudociencias como la astrología o la fisiognómica. Por la primera se interesó una mente brillantísima (y de formación científica) del siglo pasado como Ernst Jünger. La segunda, la fisiognómica, parece haber tenido un renacimiento en los estudios del psicólogo Paul Ekman, quien intenta leer en nuestro rostro las emociones que sentimos. Pero nada tiene que ver esto, insisto, con las engañifas y la charlatanería que asociaciones como la APETP (Asociación para Proteger a los Enfermos de la Terapias Pseudocientíficas) denuncian. También el Psicoanálisis ha sido considerado una pseudociencia, y nadie discutirá la penetración de Freud y su influencia en áreas que buscan la comprensión del ser humano. Por cierto, ¿qué fue del Psicoanálisis?

Juan Fernando Valenzuela Magaña
 En el periódico.



martes, 23 de octubre de 2018

Realidad y ficción


Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 22 de octubre de 2018       

REALIDAD Y FICCIÓN

            Empezaré este artículo con una parábola. Se la debemos a Kierkegaard. En un teatro se declaró un incendio entre bastidores y el payaso salió al proscenio para avisar. El público pensó que era un chiste y aplaudió. Insistió el payaso y el público, a carcajadas, aplaudió más fuerte. Así piensa el filósofo danés que perecerá el mundo. Destaquemos en esta historia la confusión entre la realidad y la ficción. Fue lo que pasó en 2002, cuando miembros del ejército checheno irrumpieron en un teatro de Moscú en plena representación de un musical. Los espectadores creyeron que formaba parte de la obra. Del mismo modo, en el Burgtheater de Viena, en 2008, un actor estaba representando el suicidio de Mortimer en “María Estuardo”, de Schiller, cuando se cortó el cuello sin querer con el cuchillo. Brotó sangre real y el hombre cayó al suelo. La gente aplaudió la veracidad de la actuación. Afortunadamente, la hoja no seccionó la arteria carótida y el actor sobrevivió. Cuenta Francisco de Cossío en “Confesiones” un duelo a sable ocurrido en un teatro a las cuatro de la madrugada. Él se hallaba tras la cortina de un palco y dice que “el ambiente de aquel duelo daba a los personajes y al escenario donde se movían una teatralidad impresionante.” Si en estas historias la realidad es tomada como ficción, ocurre también lo inverso, situaciones ficticias que son confundidas con la realidad. Paradigmático a este respecto fue el episodio ocurrido en 1938, cuando Orson Welles retransmitió por la radio una adaptación de “La guerra de los mundos”. Muchos oyentes fueron presa del pánico al creer que estaban realmente siendo invadidos por extraterrestres. La familiaridad con la radio, la televisión y el cine, no parecen habernos hechos inmunes a esta confusión. El año pasado, un agente disparó en Indiana a un actor que rodaba la escena de un atraco confundiéndolo con un ladrón real.
            La sensación que uno tiene cuando asiste a estos ejemplos es la de que nos hallamos ante un asunto sobresaliente. En efecto, la pregunta por lo real, el esfuerzo por distinguir la realidad de la apariencia, lo encontramos en el núcleo del origen del pensamiento racional. Y, como las grandes cuestiones del hombre se dan la mano unas a otras, encontraremos esta de la realidad ligada a lo largo de la historia a otras como la del conocimiento o la identidad. Por eso la novela, tan interesada en la búsqueda del yo, ha explorado afanosamente este territorio, dando lugar en los últimos decenios a la llamada “autoficción”, casi un género literario, en la que el escritor del libro aparece dentro de la historia como un personaje, jugando con los límites que separan la realidad y la ficción, de modo que el lector queda atrapado en una ambigüedad fecunda, sin saber del todo si lo que está leyendo pertenece al terreno de lo acontecido o a la invención de la fantasía.
            Podría objetarse que este artículo eleva a normalidad lo que no es más que excepción; que, si no distinguiéramos habitualmente entre realidad y ficción, no destacarían tanto los ejemplos aportados; que, salvo puntuales confusiones o lamentables trastornos, la gente tiene claro cuándo se halla ante algo auténtico o ante algo ficticio. A esto podría, sin embargo, responderse que acaso la realidad no sea un mundo exterior objetivo independiente de nosotros, que quizá toda realidad esté ya seleccionada, evaluada, interpretada y, por tanto y en cierto modo, inventada. Es decir, ficcionalizada. Pero, sin llegar tan lejos, basta un vistazo a nuestro alrededor para constatar con qué facilidad proliferan los bulos por las redes sociales, cómo la gente cree en cosas manifiestamente falsas. La palabra del año 2016 fue para el Diccionario Oxford post-truth, posverdad. Desde entonces su uso no ha hecho más que crecer, indicando una situación en la que los hechos objetivos influyen menos a la hora de sostener algo que la emoción o la creencia personal. ¿No estamos, entonces, confundiendo continuamente la ficción con la realidad?
Juan Fernando Valenzuela Magaña



viernes, 28 de septiembre de 2018

Clasificaciones


Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 24 de septiembre de 2018       

CLASIFICACIONES

            No es infrecuente encontrar en la psicología, la filosofía y la literatura clasificaciones de hombres basadas en su actitud ante la vida. En la primera de estas disciplinas, son famosas y ya antiguas las divisiones de Kretschmer y Sheldon, que relacionan la constitución corporal y la personalidad. Así, Sheldon vio una correlación entre el tipo endomorfo (huesos y músculos blandos y redondeados) y una forma de ser sociable y tolerante, entre el tipo mesomorfo (constitución atlética) y la seguridad en uno mismo, y entre el tipo ectomorfo (altos, delgados, frágiles, sistema nervioso sensible) y la timidez, la hipersensibilidad y la introspección. Más reciente es la teoría de los cinco grandes factores de personalidad, de Paul Costa y R. McCrae, que habla de cinco dimensiones de la personalidad. La primera, por ejemplo, llamada  neuroticismo/estabilidad emocional, nos indica el grado en que una persona manifiesta ansiedad y experimenta emociones negativas o bien goza de tranquilidad y seguridad y resiste el estrés. Al margen de la validez de estas y otras clasificaciones concretas, la psicología, al ser una ciencia, no puede ir más allá del temperamento y el carácter, es decir, de los elementos biológicos y los aprendidos a lo largo de nuestra vida. Pues qué, ¿es que hay algo más que ciencia, biología y aprendizaje?
            Es lo que pretende la filosofía, cuando habla de tipos de hombres de un modo diferente. Por ejemplo, si tomamos a Dilthey, un filósofo alemán nacido en el XIX y muerto en 1911, vemos que nos habla de temples distintos: hay quien se apega a lo sensible, y disfruta de lo que tiene a mano; hay quien persigue grandes fines a través del azar y el destino; y quien no soporta la caducidad de aquello que ama y tiene, y la vida le parece vana, o busca en el más allá algo perdurable.
            También la literatura aporta clasificaciones. En la última novela de Milan Kundera, “La fiesta de la insignificancia”, se distingue entre el perdonazos, que va por la vida pidiendo perdón por todo, y el que no lo es, que siempre que hay un conflicto se cree el agredido, el que posee un derecho que se le ha pisoteado. Piensen en un choque entre dos personas en una acera: la primera pedirá un espontáneo perdón y la segunda exigirá, espontáneamente también, explicaciones.
A caballo entre la filosofía y la literatura tenemos una recurrente distinción entre personas: las hay que encajan en el mundo como si este fuera su hogar y las hay que lo miran como algo extraño, a veces con la textura de un sueño, a veces de obra de teatro,  y que se sienten más espectadores que jugadores. Por supuesto, esta división es simplificadora, o solamente registra los extremos. Pero la simplificación es mía, no de las novelas, cuyos protagonistas se encuentran a menudo más cerca del segundo tipo que del primero.
            Y ahora veamos qué derecho asiste a la filosofía y a la literatura para hacer esas distinciones, qué distingue a estas de la mera observación de un particular basada en su experiencia personal. Un positivista diría que o bien se puede traducir la clasificación filosófica y la literaria a lo psicológico o bien, de no poderse, carecería de valor como conocimiento. No parece que términos como “azar” o “destino”, utilizados por Dilthey, puedan integrarse en la psicología. En cuanto a la novela como género, lo que ella dice sólo ella puede decirlo, de modo que una novela que pudiera traducirse a psicología (o a historia), no es una novela. Así que nos queda afrontar la pregunta de si esos conocimientos no científicos, sino filosóficos y literarios, tienen algún valor. Échenle otro vistazo a esas últimas clasificaciones, tengan en cuenta que se hayan en el contexto de una amplia teoría filosófica o de una obra literaria, díganse también si ustedes viven en el mundo como en un lugar extraño o como en un sitio acogedor, o si son o no unos perdonazos, y concluyan, después de eso, si ese conocimiento carece de sentido.
JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA

domingo, 9 de septiembre de 2018

Un artículo sobre Miguel Nieto

Artículo publicado en la revista de San Juan de 2018



LA ORIGINALIDAD DE MIGUEL NIETO EN EL DESENLACE DE UNA FAMOSA OPERETA

            El nombre de Miguel Nieto está asociado en nuestro pueblo a una calle, a una historia de Navas de San Juan y a una fotografía de 1927 en el patio de Abilio Sanz. Los lectores de esta revista y de Stella tal vez recuerden además que fue un articulista en el Madrid de comienzos del siglo pasado, un escritor de teatro y un colaborador de la radio cuando este medio daba sus primeros pasos, trayectoria que le valió el homenaje de su pueblo del que deja constancia la aludida fotografía.
            Una paciente búsqueda en la prensa de la época me ha suscitado la impresión de que don Miguel centró su actividad literaria en artículos y cuentos a principios del siglo XX para pasar después a destacar como dramaturgo y terminar su carrera con textos para la radio. De la primera etapa destacamos hace dos años un cuento que parecía basado en nuestras fiestas de San Juan. Vamos en esta ocasión a fijarnos en una obra de ese segundo periodo, dedicado al teatro.
            Hace un siglo, en mayo de 1918, la revista jiennense Don Lope de Sosa informa: “En Barcelona ha estrenado una opereta en tres actos, en colaboración con D. Gonzalo Cantó, el distinguido escritor y autor dramático, nuestro comprovinciano D. Miguel Nieto. El título de la obra es “Bella-Flor” y el estreno ha sido un éxito franco y sincero. La obra fue presentada con gran lujo. Miguel Nieto marcha por el camino de los triunfos a grandes pasos”. La revista ya se había hecho eco el año anterior de otros dos estrenos de nuestro escritor: en febrero de la comedia El mejor marido (en colaboración con Ramón Portusach) y en junio de Los castizos.
            La opereta “Flora Bella” (así aparece el título en La Vanguardia) se estrenó el día 4 de mayo de 1918 en el Teatro cómico. El periódico la anunciaba como un “éxito mundial”. En efecto, la obra no era original de Gonzalo Cantó y Miguel Nieto, sino que se trataba de una creación alemana que se había representado en Munich en 1913 y, adaptada al inglés, en Nueva York en 1916, donde tuvo un gran éxito (112 representaciones). La música era de Cuvillier, un compositor francés de gran éxito. Los franceses intentaron llevarla a la escena ya en 1913, con la bella Otero en el papel principal. Sin embargo, tal hecho no ocurrió hasta el último día de 1920, con Geneviève Vix en el papel de Florabella. De modo que en España sería representada antes que en Francia.
El argumento, al menos el que nos consta por la versión francesa, es el de un príncipe ruso que acaba de casarse con una gran dama española sin sospechar su verdadero origen. El príncipe se cansa de la circunspección de su mujer y se obsesiona con una bailarina de gran parecido con ella a la que ha visto en una fotografía traída de París. Se le dice que se trata de una hermana de la princesa, llamada Florabella. Hasta aquí el primer acto. En el segundo, vemos al príncipe en París, locamente enamorada de su supuesta cuñada. Se encuentra con sus amigos de Rusia como por azar y se desarrollan divertidas peripecias. En el tercer acto la princesa y Florabella, que no son sino la misma persona, confiesa al príncipe su estratagema para hacerse amar por él y le pide continuar su vida feliz, olvidando el pasado.
 Ahora bien, tenemos motivos para pensar que Cantó y Nieto le dieron un giro sorprendente a la obra, siempre en el supuesto de que esta versión francesa respetara el argumento original. Y es que, a raíz de una representación en Madrid en 1921, nos enteramos por el ABC de que los dos primeros actos habían sido traducidos, pero el tercero había que atribuirlo a la pareja de autores. También nos informa de la repetición de un terceto cómico del segundo acto interpretado “con mucha gracia” por Sinda Martínez, Carmen Ortega y Mariano Ozores. El doble papel de princesa y artista frívola lo hacía Luisa Puchol. (Aquí señalaré un guiño del azar. Ozores y Puchol pertenecerían al reparto de El rayo, una película de 1936 basada en la obra homónima de Muñoz Seca y López Núñez, ambientada en Navas de San Juan, y que Francisco Juan Rodríguez Oquendo y Belén Garrido Palazón editaron y estudiaron en el año 2000).
La crítica de Guillermo Fernández-Shaw en Las Provincias nos aclara la intervención de Cantó y Nieto. Después de decir que la música no pasaba de agradable, pero que el libreto estaba bien y la interpretación fue más que excelente, nos habla del final de la obra: “El desenlace, volviendo el Príncipe a su mujer, pero sin que se haya deshecho el equívoco y sin que su marido sepa, por tanto, que ha sido víctima de una sencilla estratagema, sorprendió algo al auditorio. El final que la obra tiene es el natural; pero al público le gusta que no queden cabos por atar, y como aquí no se atan todos, le faltaron cosas, y recibió la sensación de que la obra acababa demasiado rápidamente”. No obstante, aplaudió “sinceramente complacido” y elogió, como la crítica, la labor de los adaptadores, “el veterano en estas lides don Gonzalo Cantó y el brillante escritor y periodista don Ernesto Nieto” (como se ve, hay un error al nombrarlo “Ernesto” y no “Miguel”).
Así pues, Miguel Nieto y Gonzalo Cantó adaptaron una exitosa opereta para la escena española cambiándole un final convencional por otro más arriesgado en el que los cabos sueltos, como en la vida, dejan al espectador sumido en una pensativa desazón.

                                   JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA





miércoles, 29 de agosto de 2018

Contexto y verano


Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 27 de agosto de 2018       

               CONTEXTO Y VERANO

         No sé si la estructura de internet, el (des)orden de las aguas cibernéticas por las que navegamos, es la causante de una cierta fragmentariedad en nuestra vida, o si es que un mundo que ya había fragmentado el conocimiento, que tenía una visión aislada de las cosas, era justamente el caldo de cultivo de un fenómeno como la red. Probablemente sean elementos que se alimenten mutuamente, como ocurre en tantas ocasiones. Los que todavía seguimos leyendo libros, al manejar internet nos damos cuenta de la diferencia existente entre estar inmerso en una atmósfera, dentro de un contexto, donde el sentido de cada cosa depende del todo, y el picoteo saltarín por la red, en el que los elementos nos aparecen con un notable grado de aislamiento. Hace un siglo, una escuela psicológica, la Gestalt, censuraba a otra, el Asociacionismo, que explicara la percepción en términos de elementos aislados, cuando lo que percibimos es primariamente un todo. Justamente la dificultad de la inteligencia artificial consiste en la imposibilidad de tener en cuenta el contexto, como señalaba con acierto y gracia en un reciente artículo el filósofo de la ciencia Antonio Diéguez (“No es lo mismo gritar «arriba las manos» en una clase de zumba que en una sucursal de banco”). La verdad, ya lo decía Hegel, está en el todo.
         Viene esto a cuento porque una de las funciones del verano (o del periodo vacacional inserto en él) es precisamente recordarnos la importancia de las condiciones en las que se desarrolla nuestra vida, hacernos ver una vez más que las cosas tienen sentido siempre en un contexto, formando parte de un todo. Pasamos el resto del año, con breves interrupciones, en un clima determinado, rodeados de calles y edificios y ruidos y rostros y voces cotidianos. De tan familiares, apenas reparamos en ellos, como no oye la catarata, sino su inopinado silencio, quien vive al lado de ella. En el verano uno abandona sus condiciones habituales y las cambia por otras, ingresa en otro contexto, donde las mismas cosas que hace o dice tienen ya otro sentido. Una posible consecuencia es la sensación de que uno está descansando de sí mismo, la impresión algo alarmada de que nuestro yo está desapareciendo y se metamorfosea en un ojo observador que registra cuanto ve sin relacionarlo con lo que hemos sido hasta ayer mismo, con el repertorio de nuestros gustos y nuestros rechazos.  Así, inmersos en esa ciudad sobre la que tanto hemos leído, nos sorprende la indiferencia con que ahora contemplamos sus palacios, sus iglesias, sus calles. No se trata de la decepción con que a veces la realidad abofetea nuestras ilusiones, ni de un prejuicio soñador contra lo existente. Es que hemos puesto entre paréntesis momentáneamente el suelo que nutría esos intereses. La prueba de ello es que uno va guardando esas imágenes y luego, al retomar la vida normal, podrá extraerle su riqueza, como ocurría con los ya antiguos carretes de las cámaras fotográficas que se revelaban al regresar de los viajes.
         Pero también puede uno, al cambiar el contexto, sentir la atracción de otras trayectorias vitales alejadas de la suya. Así, el cajero de banca, mientras la arqueóloga explica un yacimiento fenicio, piensa qué hermosa y detectivesca es su labor y, lamentando la brevedad de la vida (ars longa vita brevis), se dice que si tuviera otra la dedicaría al apasionante estudio de los restos del pasado.
Cabe asimismo la posibilidad de que el articulista mensual no encuentre la tonalidad que le permita redactar el texto prometido. Entonces recurre a hablar de cómo cambia nuestro medio en verano, del mismo modo que el novelista que no encuentra tema para su obra convierte esta dificultad precisamente en el tema de su novela.
Las maneras, en fin, de vivir ese paréntesis en nuestra cotidianeidad varían según personas y edades. Lo que quiere decir que, en el fondo, siguen formando parte de nuestra vida, el gran contexto en el que integramos todo cuanto nos pasa y al que pertenecen tanto nuestros ocios como nuestros negocios.

Juan Fernando Valenzuela Magaña



sábado, 25 de agosto de 2018

Inquietante


 Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 30 de julio de 2018

INQUIETANTE

            Hace dos artículos hablábamos del carácter inquietante que tienen los robots de aspecto humano. Aunque nos pueda parecer algo de nuestros días, esa sensación de extrañeza ante lo familiar que nos producen los androides ya se la producía a los hombres del XVIII el maniquí con aspecto de turco que jugaba al ajedrez o al lector de los cuentos de Hoffmann los autómatas que en ellos aparecen. La naturaleza de ese desasosiego llevó a Freud a escribir un opúsculo sobre el asunto titulado “Lo inquietante”. Esta categoría no solo se da cuando nos topamos con un muñeco que se parece tanto a un ser humano que podría ser confundido con él, también en otras situaciones o en la perspectiva que adoptamos sobre ellas. Basta para darse cuenta con leer a Kafka; o a Kaschnitz, una escritora alemana cuyo desconocimiento en España está paliando la labor de traducción de Santiago Martín Arnedo.
            La proliferación y el desarrollo de artefactos de apariencia humana ligados a la inteligencia artificial (y a la ciencia ficción) en los últimos lustros, ha propiciado una hipótesis conocida como “el valle inquietante”. Según ella, nos llevamos mejor con robots cuyo aspecto se asemeja al del hombre hasta que llegamos a un misterioso punto a partir del cual el robot es tan parecido a nosotros que nos provoca una fuerte repugnancia, que es vencida si el parecido deja de serlo para encontrarnos ante un ser humano tal cual. En el gráfico que recoge tal variación se produce entonces un valle que refleja el rechazo ante robots con forma demasiado humana. La hipótesis no sirve solo para robots, sino para cualquier réplica, y distingue entre las que se mueven y las que no. Uno mismo puede hacer un experimento, aunque sea mental. Sitúese en primer lugar ante uno de esos maniquíes que solo buscan reproducir las medidas de un cuerpo humano, sin orejas, ojos o labios. A continuación, hágalo ante un maniquí de marcado realismo. Luego, ante un muñeco de cera bien conseguido. Por último, ante un reborn, uno de esos bebés hiperrealistas que son paseados en su carrito con orgullo paternal o maternal. ¿Nota cómo la confianza desciende y la inquietud aumenta?
            La peculiaridad de esta sensación estriba en el juego que se produce entre familiaridad y extrañeza. Lo que nos resulta conocido, de pronto se revela ignoto; lo claro se torna oscuro; “lo cercano se aleja”, en palabras de Goethe referidas al crepúsculo y que Borges aplica también al proceso de la ceguera. Lo que creíamos quieto se torna movedizo, lo estable se tambalea, lo sólido es ahora líquido. Y cuanto mayor sea la familiaridad que hay previamente, mayor desasosiego nos provocará su ruptura. Pero… ¿no consiste la tarea del pensamiento en poner en cuestión lo admitido? ¿No parte el pensar de alejar lo cercano, de tomar distancia de la pretendida realidad?  ¿Tendría ese asombro ante la naturaleza que da origen a la reflexión una veta de terror ante un mundo que se nos ha vuelto extraño?
            Volvamos a los androides. La confusión entre familiaridad y extrañeza explica, como acabamos de ver, la inquietud que nos provocan. Pero podemos afinar más. El arte del siglo XX ha usado máscaras, caricaturas y representaciones similares para referirse a un hombre vacío. El parecido de estas figuras con los robots de aspecto humano puede advertirnos sobre otra de las fuentes del malestar que nos provocan. Los humanoides son nuestro reflejo, la imagen especular del hombre de hoy. Y no solo de hoy. En un cuento de Hoffmann titulado “Los autómatas”, acabado a principios de 1814, se califica la obsesión por reproducir mecánicamente los órganos humanos para hacer música de “guerra declarada al principio espiritual”. El espíritu, lo interior, desaparece en la máquina. Por eso, se dice en ese cuento, “la simple relación del hombre con figuras sin vida que imitan como monos las formas, movimientos y quehaceres humanos tiene para mí algo opresivo, terrible, diría incluso espantoso”. Inquietante.





miércoles, 11 de julio de 2018

Fútbol


Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 2 de julio de 2018


FÚTBOL
           
            Había anunciado para hoy un nuevo artículo sobre el asunto de los robots, pero dado que se está celebrando el mundial, rindamos tributo al puro presente. Cada vez que hay un acontecimiento futbolístico de esta magnitud, aparecen, recurrentes, las voces que se lamentan de que la pasión que despierta este deporte no la susciten la educación o la ciencia. Ojalá, dicen, las masas corearan el nombre del último premio Nobel de Medicina con la vibrante energía con que cantan el de Iniesta o el de Ramos. No termino de ver clara esta postura. Para explicar lo que pienso al respecto imaginemos un vocacional y abnegado científico que sea aficionado al fútbol. Pongámoslo en dos situaciones distintas: ante una final y ante un hallazgo científico. En el primer caso, sabemos lo que sentirá: nerviosismo, inmensa y momentánea alegría si su equipo mete un gol, deseo intenso de que acabe el partido si se gana solo por un tanto…, en fin, el habitual repertorio de emociones en esas circunstancias. En el segundo, no diré que muestre una ascética y racional constatación de que se ha conseguido algo de importancia, exenta de sentimientos. Sin duda, habrá en su ánimo orgullo si ha participado en el descubrimiento, admiración hacia sus colegas si no ha intervenido él, dicha por el logro de una disciplina de la que se siente miembro. Si se me pregunta cuál de esas actividades tiene más mérito (es decir, es más valiosa), no dudaré en decir que la segunda a gran distancia de la primera. Si se me dice qué alegría es de más calidad, la que uno siente ante un gol o la que uno siente (el que la siente) ante una invención o un descubrimiento, también diría que la segunda. Pero no entiendo qué tiene que ver todo esto con ese lamento con que hemos comenzado el artículo. Las emociones que provocan los hallazgos culturales (no solo un descubrimiento científico, pensemos también en una hábil solución pictórica o en un verso perfecto) son acaso más serenas, más profundas y más íntimas. Me cuesta pensar a un lector exquisito que, tras entender el verso con que Góngora acaba su famoso soneto (“en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada”), y darse cuenta de la gradación creciente (o decreciente, según se mire), con que cuenta el aniquilamiento de la belleza (“humo” aquí tiene que ver con “humus”, tierra), abra la ventana de su cuarto y grite a los cuatro vientos: “¡Oooole el Góngora! ¡Lo ha clavao!”, mientras ondea la bandera del Siglo de Oro. Más bien me lo imagino mirando el crepúsculo a través de esa misma ventana y saboreando con melancolía el endecasílabo. Es lo que este pide, como el gol suscita una intensa y, si se quiere, primaria emoción que se manifiesta en gritos, saltos y abrazos. No veo incompatibilidad entre ambas emociones, y las considero fruto de objetos y campos distintos.
            No obstante, tal vez algunas voces que agitan ese lamento no pongan el acento tanto en la pasión que puede hacer sentir a alguien el fútbol como en la valoración social que ese deporte tiene, en su importancia a la hora de generar modelos de vida y ejemplos para imitar. Una sociedad, quieren acaso decir, que da más importancia al fútbol que a la ciencia (no ya que vibre más con el primero que con la segunda), debería reflexionar sobre sí misma. Este, en efecto, es otro asunto. Y aquí el fútbol no está solo. Su peso social y su influencia serían comparables a los programas de televisión de más audiencia, a los personajes más populares o a los grupos musicales de moda. Pero al menos una parte de esto, ¿no pertenece a la Cultura? Que el ministro de Cultura lo sea también de Deportes, ¿no es una intuición de la cercanía entre ambas cosas? Si la música de los grupos que harán su gira este verano es considerada cultura (para entendernos: si el reguetón es cultura), ¿qué impide considerar también como tal el deporte de masas? Como se ve, además del artículo sobre los robots, queda pendiente otro que intente responder a esta pregunta: ¿qué entendemos por “cultura”?
Juan Fernando Valenzuela Magaña


martes, 5 de junio de 2018

Robots


Artículo publicado en el Jaén el lunes, 4 de junio de 2018

ROBOTS

            Últimamente se suceden las noticias relacionadas con los robots: logros en sus habilidades, aplicaciones diversas, impacto en el mundo laboral, relaciones con los humanos… En realidad, desde que apareciera el término “robot” en 1920, ni la ciencia ha dejado de mejorarlos ni la literatura y el ensayo de proyectar su desarrollo y su presencia en el futuro. Su papel en la ciencia ficción es de protagonista. Pero antes de que apareciera la palabra y la tecnología permitiera una sofisticación insospechada siglos atrás, la figura del humanoide ya existía y había dado lugar a inevitables reflexiones.
Dejemos a nuestras espaldas los antecedentes griegos o medievales y empecemos en los finales del siglo XVIII. Durante esos años y los de principios del XIX, un maniquí con turbante llamado “el turco” se pasea por Europa y Estados Unidos ganando al ajedrez a quien se atreve a retarlo. Sentado ante un tablero dispuesto sobre una caja con un mecanismo interno de relojería, hacía creer a la gente que era un autómata capaz de mover peones, caballos o torres como un maestro. El mismísimo Napoleón fue derrotado por su juego. Por mucho que se intentó descubrir dónde estaba el truco (el truco del turco), un incendio se llevó el secreto para siempre cuando el ingenio contaba ya 85 años desde su creación por Wolfgang von Kempelen en 1769. Nos queda una especulación detectivesca de Edgar Allan Poe al respecto y la confesión del hijo de uno de sus dueños, que parece explicar la verdad de este personaje de la época. Aunque espero haber despertado la curiosidad del lector por este tatarabuelo de Deep Blue (la supercomputadora de IBM que jugó con Kaspárov en 1996), respetaré su secreto como estratagema para aumentarla. La curiosidad es una forma del deseo y ya sabemos que este se halla, también, en crisis.
Cuando pienso en el turco mi mente lo asocia con una autómata ficticia de la misma época llamada Olimpia. Aparece en el cuento de ETA Hoffmann “El hombre de arena”. Y con “Frankestein o el moderno Prometeo”, novela publicada hace ahora 200 años y cuyo protagonista tiene algo de que carecen los autómatas pero que la ciencia ficción se encarga hoy de imaginarle: la consciencia. Ese interés por estas figuras que se da en el romanticismo está relacionado, si no me equivoco, con la cuestión de la identidad. Meterse en ella es hacerlo en un laberinto que la página de un periódico no es lugar para desplegar. Baste con decir que en ese momento se produce uno de los mayores cambios de mentalidad de la historia de occidente. Isaiah Berlin destaca como rasgo de este periodo el abandono de la idea de una estructura del mundo a la que debamos someternos y su sustitución por la idea de que el universo es creativo, fluyente, infinito, inabarcable.  En él, nosotros debemos ser creadores de valores, de objetivos, de fines. La idea del yo personal y la idea del ser humano en general quedan radicalmente afectadas por esta nueva visión de la realidad. De ahí parte, a mi juicio, el peculiar tratamiento de dos temas que, aunque relacionados, conviene distinguir: el del doble y el del autómata. Dejemos por ahora el primero, la posibilidad de que exista alguien que de un modo u otro repita mi identidad, y sigamos con el segundo.
El autómata como figura casi humana viene definido por un parecido exterior al que, no obstante, falta la expresividad de la carne. El motivo es que el autómata, a diferencia del hombre, carece de interior. Por eso el desarrollo de una visión del hombre que ha querido explicarlo completamente a través de la ciencia nos ha acercado a ellos. Para tal visión no hay ya alma, ni siquiera mente: solo cerebro. La reacción de aquellos a quienes dolía tal concepción se expresó pictóricamente en las variantes del autómata: los maniquíes de Chirico, las máscaras de Ensor, las caricaturas de Dix, las figuras oníricas de Delvaux, los personajes casi de cera de Magritte… Todos nos producen la sensación de una inhumanidad muy humana. Todos nos inquietan. Como los robots con forma humana, que han dado el pie a este artículo. Y seguirán dándolo al siguiente.

Juan Fernando Valenzuela Magaña
Puede leerse en el periódico.



martes, 8 de mayo de 2018

Náufragos



Artículo publicado en el Jaén el lunes, 7 de mayo de 2018


NÁUFRAGOS

En el artículo del mes pasado acabábamos sorprendidos ante el uso de términos de sabor antiguo para designar lo más actual. Así, llamamos “navegar” a nuestro recorrido por internet o “nube” al espacio donde guardamos información. Hoy podemos añadir algo más al respecto. La palabra “cibernética” proviene del término griego “kybernētik”, que designa el arte de gobernar una nave. Parece que el elemento predominante en nuestro mundo tecnológico es el agua. No es, pues, extraño que el recientemente fallecido sociólogo Bauman hable de modernidad líquida, de realidad líquida y de educación líquida.
         Ahora bien, la experiencia en la que el hombre se encuentra perdido en el agua se llama “naufragio”. Se trata de una situación paradigmática, hasta el punto de que la filosofía de Ortega y Gasset considera la vida precisamente así, como naufragio. Pero aunque constitutivamente el hombre sea un náufrago, ha habido épocas en las que su circunstancia histórica y social hacía que sintiera que el barco en el que transcurría su existencia era tierra firme donde sus raíces se hallaban bien afincadas. Stephan Zweig cuenta en “El mundo de ayer” cómo la generación de sus padres, que vivió en la Austria de antes de la Primera Guerra mundial, consideraba el mundo como un lugar estable en el que los cambios eran mínimos. Su circunstancia era su hogar. Llama por ello a aquella época “la edad de oro de la seguridad”. Por el contrario, él vivió una existencia sacudida por las dos guerras mundiales y el ascenso al poder de Hitler, que de un escritor de éxito lo convirtió en un autor prohibido y un huido apátrida. La tradición española parece especialmente sensible a esa posibilidad de que de pronto todo cambie, a esa concepción del poder como voluble, de la vida como inestable, del mundo como una ruleta de la fortuna: “tu firmeza es non ser constante”, le decía a aquella Juan de Mena. Quizá por eso España aportó tanto al barroco, una época en que esta experiencia del naufragio se agudizó. Viejas certezas que el paso de los siglos había apuntalado se resquebrajaban y el hombre sentía que el suelo le faltaba bajo los pies. De ahí la sensación de que la realidad tenía la consistencia de los sueños: estamos hechos de la materia de los sueños (Shakespeare), la vida es sueño (Calderón), contemplemos la posibilidad de que todo sea un sueño (Descartes). Y de ahí también la idea de que el hombre es una mezcla de miseria y grandeza, porque sentirse náufrago es reconocerse menesteroso, pero en ese reconocimiento está la posibilidad de salvación. De otro modo uno se ahoga inevitablemente.
         Hay otro momento en que el hombre siente que se halla sobre agua procelosa y que debe nadar para salvarse. Hace dos siglos, en pleno romanticismo, Géricault pintaba “La balsa de la Medusa”, la historia de un famoso naufragio. Por las mismas fechas, Schopenhauer citaba en su libro más famoso las palabras de Shakespeare y de Calderón relativas al sueño. Y Mary Shelley escribía “Frankestein”, una novela sobre las posibilidades de la ciencia que vuelve a mostrar el carácter doble del hombre, su lado sublime y su miseria.
         El artículo está llegando a su fin y debemos arribar a puerto. Nuestro mundo parece mirar desorientado una brújula que señalara hacia él mismo. La sensación de naufragio nos acerca al barroco y a los románticos. De hecho, hoy se habla de un neobarroco, de un tecnobarroco y de un tecnorromanticismo. No es lugar este para entrar en detalles, basta señalar las sugerentes coincidencias. El ciberespacio, la inteligencia artificial, la globalización, configuran un inmenso mar de agitadas aguas, en el que volvemos a sentirnos menesterosos y a cuestionar la realidad. La ciencia ficción, que nos muestra la grandeza y bajeza del hombre, ha pasado a ser en parte un género realista en el que encontrar material para la reflexión. Porque solo haciéndonos cargo de la complejidad de nuestro mundo (y su denunciada superficialidad es parte de esa complejidad) compondremos un arte de gobernar bien nuestra nave, una buena cibernética.

Juan Fernando Valenzuela Magaña

Puede leerse en el periódico.



jueves, 12 de abril de 2018

Nubes


Artículo publicado en el periódico Jaén el 9 de abril de 2018.

NUBES

Llama la atención la facilidad con la que cuanto nos rodea (paisajes, personas, acontecimientos) se vuelve duro y pétreo, deja de hablarnos y enmudece. Quizá lo acertado sería decir lo inverso, señalar la facilidad con la que nosotros nos volvemos sordos al mundo, de espaldas a él, al que de modo automático sustituimos por una cadena de tópicos con que, a la vez, lo apresamos. Nos movemos entonces como si paseáramos por un mapa en vez de hacerlo por un territorio. Sospecho que esa sordera es inevitable, que es imposible vivir continuamente tocando la profundidad de las cosas. Pero si no podemos habitar siempre en el fondo de lo que nos rodea, tampoco nos satisface quedarnos sin más entre sus corazas. Una voz interior nos zarandea quejándose de sed. Y hay así momentos en los que nos detenemos y abrimos las puertas de objetos, personas o hechos y entramos en su interior con el asombro que siempre la realidad nos produce cuando sabemos mirarla. Ese asombro que es según Aristóteles el origen del pensamiento.
Coincidimos con alguien en el ascensor y, queriendo hablar y sin saber de qué, recurrimos al tiempo. El de estas semanas nos echa una mano, porque parece menos convencional y disimula el carácter mostrenco de la conversación. Pero imaginemos que, por extraño e improbable azar, queramos justo en esa situación romper el cascarón del mundo y asombrarnos de lo que contiene. Supongamos, por ejemplo, que, al hilo de la tópica conversación,  nuestro interlocutor pronuncia la palabra “nube” y nuestros ojos, los suyos y los nuestros, brillan despertados por un puñado de sugerencias. Varios caminos se abren entonces ante nuestros pies. Siguiendo uno de ellos hablaremos de lo efímero, de lo pasajero. Uno citará los versos de Amado Nervo: “que el hombre pasa como las naves,/como las nubes, como las sombras”. El otro sacará su inevitable as, recurriendo a Jorge Manrique, “¿Qué se hicieron las damas,/sus tocados, sus vestidos,/sus olores?”, y entre ambos buscaremos el sentido del paso del tiempo. Pero podemos echar el pie en el camino que hay junto a este y decir que la nube ha simbolizado la apariencia vana. Inevitable recurrir entonces al mito de Néfele. Zeus había perdonado a Ixión una traición cometida y lo había sentado a su mesa. Ixión, reincidente, pretendió traicionar al mismísimo Zeus acostándose con su mujer, Hera. Borracho, no se dio cuenta de que yacía con Néfele, una nube a la que Zeus había dado la forma de su esposa. Desde entonces, sufre uno de los castigos más famosos de la mitología griega: recorre el firmamento atado a una rueda ardiente. Chamfort alude a este castigo en una comparación que yo no he parado de recordar durante la crisis: El ambicioso que ha perdido su objeto y vive desesperado, me recuerda a Ixión en la rueda por haber abrazado una nube.
         Pero hay más caminos. También la nube ha significado divina bendición. El pueblo bíblico, al habitar una región semidesértica, asocia la nube al agua y a la sombra, es decir, a la fecundidad y a la protección. Asimismo, podía ser la señal visible de Dios. Un recorrido, como puede verse, opimo y prometedor.
         Alguien que en ese momento se subiera en el ascensor podría pensar que estamos en las nubes. Quizá nos escogería como personajes de una versión contemporánea de “Las nubes” de Aristófanes, la comedia donde se ridiculiza a Sócrates. Entonces iniciaríamos los tres un debate sobre la relevancia que el pensamiento y las ideas tienen en la que suele llamarse vida real. ¿Fecundan las nubes de la teoría la tierra de la práctica o son el refugio de los que no saben vivir?
          Pero nadie ha subido. Y, de pronto, nuestro interlocutor dice, escogiendo otro camino: ¿Te has fijado en los términos tan antiguos que usamos para nuestro invento más actual, internet? Como los fenicios o los griegos, “navegamos” por su proceloso espacio, consistente en una “red” como la inventada por Aracne, a quien Minerva convirtió en araña. ¿Y dónde guardamos nuestra información? En efecto, respondemos pensativos: en la nube.
Juan Fernando Valenzuela Magaña
Puede leerse en el periódico.





lunes, 19 de marzo de 2018

El consumo del arte



Artículo publicado en el periódico Jaén el 12 de marzo de 2018.


EL CONSUMO DEL ARTE

Es posible que el signo de nuestro tiempo sea carecer de signo alguno. Predomina la sensación de que nada de cuanto surge lo hace para quedarse. Sospecho que esto tiene que ver con la aplicación del patrón del consumo a ámbitos que le son ajenos. La pista me la dio una famosa presentadora de televisión, que dijo hace años: “Consumo todo tipo de música”. A la sorpresa que me produjo el que pudiera pasar sin solución de continuidad de la “Novena” a “Macarena”, se añadió el empleo del verbo “consumir” en ese contexto. Uno consume tomates o plátanos, pero… ¿música? Lo característico del consumo, cuenta la perspicaz Hannah Arendt, es que se produce en nuestra dimensión biológica, es necesario para nuestra subsistencia en la naturaleza. Consecuentemente, lo consumido es poco duradero, está destinado a desaparecer, tragado por nuestro cuerpo o sometido a la corrupción natural.
Pero, además de este ámbito y sobre él, el hombre ha creado un espacio donde las cosas están hechas para perdurar. Más allá de la naturaleza, hemos levantado  un mundo que nos recibe al nacer y que seguirá tras nuestra muerte. Las obras de arte, pero no solo ellas, pertenecen a ese mundo.
Consumir música, o libros, o cuadros, supone así tratar algo destinado a perdurar como si perteneciera a nuestro espacio de mera supervivencia. Aunque también cabe la posibilidad de que el producto consumido se haya hecho para tal menester, es decir, que desde su origen la música o el libro haya sido proyectado para un trato con el oyente o el lector de usar y tirar. Es la sospecha que nos sobreviene al leer la primera página (para nosotros también la última) de algunas novelas o escuchar las primeras notas (a menudo, ay, condenados a que no sean las últimas) de tantas canciones. Contrariamente a la búsqueda de la pervivencia que animaba en otro tiempo las obras, estas parecen ahora reclamar a gritos el olvido. Sin duda tal destino tiene que ver con la velocidad con que hoy se hace todo. “Quien vive de prisa no vive de veras”, canta el verso de Santos Chocano, tal vez porque la celeridad propicia que el hombre viva un puro presente desgajado del pasado y del futuro. La consecuencia es que el individuo pasa de puntillas por las cosas sin ser afectado por ellas, produciéndose así un déficit de experiencia, cuyas manifestaciones van desde el turista que fotografía lo que es incapaz de experimentar a la superficial lectura de picoteo que hacemos en internet (”mariposeo cognitivo”, la llama Vargas Llosa).
Esa falta de experiencia explica el afán por el selfi. En él no se trata tanto de mostrar a los demás la intensidad de un momento de nuestra vida cuanto del intento por convencernos de que estamos, por fin, viviendo. La palabra (de “self”, “auto” o “a sí mismo”) ilumina otro aspecto de esa actividad: su  tentativa de aferrarse a una identidad que sentimos que se nos escapa. Pues la estabilidad de ese mundo hecho de cosas perdurables del que hemos hablado hace que nos sintamos en él como en nuestro hogar y, por tanto, que nos reconozcamos a nosotros mismos, que sintamos la seguridad de nuestro yo. Un entorno estable permite un sujeto que, alejándose del cambio incesante inherente a lo natural, conquista su unicidad. Si las cosas de ese mundo (obras de arte, sí, pero también sillas, mesas y demás objetos que están hechos para acompañarnos en la vida) son diseñadas, mediante la obsolescencia programada, no para durar sino para desaparecer inmediatamente, no para que nos acompañen sino para ser consumidas, nos quedamos a la intemperie. Y un sujeto a la intemperie se disgrega, no sabe ya quién es. Por eso un famoso sociólogo ha propuesto la figura del refugiado como figura de nuestro tiempo. Y también por eso las identidades que se exhiben tienen en común su afectación, como si se luchara por recuperar un yo que tenemos la impresión de haber perdido en alguna parte del camino que nos ha llevado hasta el presente.

Juan Fernando Valenzuela Magaña

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martes, 13 de febrero de 2018

Si todo se repitiera

    Pongo aquí el artículo publicado ayer, lunes, 12 de febrero de 2018, en el diario Jaén. En la edición del periódico han omitido dos puntos y aparte, uno de ellos muy necesario.



SI TODO SE REPITIERA

Ahora que usted está de lunes, sacudiéndose su somnolencia e intentando orientarse en la semana que se abre a sus pies, le voy a proponer un juego. En la miscelánea de noticias que llenan las páginas de este periódico las encontrará terribles, simpáticas, previsibles o inverosímiles. Aunque dejen un cierto poso en el lector, en poco tiempo serán olvidadas. Si hay un objeto perecedero, es el diario. Pero… ¿y si no fuera así?
Un día de agosto de 1881, en los bosques junto al lago de Silvaplana, “a 6000 pies más allá del hombre y del tiempo”, Nietzsche fue presa de la intuición del eterno retorno, del pensamiento de que nuestra vida se repite una y otra vez en todos sus detalles. La idea puede abordarse de distintos modos. Yo propongo en este artículo que la consideremos una prueba mental. ¿Cambiaría algo nuestra visión del mundo, nuestra actitud ante la vida, si estuviéramos convencidos de que la nuestra volverá una y otra vez, de que leeremos este mismo periódico con estas mismas noticias infinitas veces?
            Kundera, en el comienzo de La insoportable levedad del ser, responde afirmativamente a la pregunta. Nuestro mundo adquiriría un peso enorme si hubiera de repetirse eternamente. Como consideramos que no es así, la historia se vuelve leve. Lo que ha pasado una sola vez es insignificante. Dado que Robespierre no volverá, aquellos “años sangrientos se convierten en meras palabras, en teorías, en discusiones, se vuelven más ligeros que una pluma, no dan miedo.” Se ficcionalizan.
            Pero todo cambia si esperamos que esos mismos años se repitan. El eterno retorno hace que hayamos de cargar con el peso de la responsabilidad. Las dos categorías que usa Kundera son, como vemos, la del peso y la de la levedad. La primera pertenece al mundo del eterno retorno, la segunda al mundo de lo que solo se da una vez. Las implicaciones, podemos intuirlo fácilmente, aparecen tanto en el plano histórico como en el personal.
            Entre la idea de Nietzsche y la consideración de Kundera media un siglo. En mitad de esos cien años de separación un argentino aficionado a los laberintos, los espejos y los tigres, dedica dos apartados de su Historia de la eternidad al asunto. En el primero de ellos alude a la crítica de San Agustín a la idea del eterno retorno. Lo asombroso es que lo que para el escritor checo en la segunda mitad del siglo XX significa gravedad, es irrisorio para el hombre que abre la puerta de la Edad Media. Si todo se repite, piensa San Agustín, las cosas pierden dignidad. Sería ridícula una crucifixión que volviese una y otra vez, del mismo modo que la seriedad de una despedida se vuelve cómica si vamos a volvernos a ver infinitas veces todavía.
¿En qué quedamos, pues? ¿El eterno retorno daría peso, seriedad y valor a la vida, como piensan Kundera y Nietzsche, o, por el contrario, siguiendo a San Agustín, se lo restarían, harían de ella algo leve e insignificante? Si dos dicen lo mismo, no es lo mismo, reza la sentencia. Invirtámosla: si dos dicen lo contrario, podría ser lo mismo. Y es que ambas posturas buscan la importancia de la vida, pero la encuentran en sitios distintos. Para el santo algo que haya pasado una vez tiene consistencia: Dios recoge cada instante en el seno de su eternidad. Para un mundo marcado por “la muerte de Dios”, lo único se convierte en leve, en humo, en sombra, en nada.
¿Y no será lo mismo, bien mirado, el instante fugaz y el eterno retorno? Si, como dijo Leibniz, dos cosas idénticas son la misma cosa, ¿no serían dos o infinitos instantes idénticos un mismo instante?
Desplegado el tablero de juego y repartidas las cartas, ¿qué dice usted? Si este lunes y las noticias del diario que tiene entre manos estuvieran llamadas a repetirse eternamente, ¿haría usted lo mismo que tenía previsto hacer esta semana? Tal vez la hipótesis le parezca absurda, y entonces mi pregunta es: si este instante no va a volver ya jamás, si las noticias de este diario solo fulgurarán hoy, ¿serán por ello intrascendentes, será el dolor que algunas de ellas destilan distante como una ficción?

            JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA

   Versión digital en el periódico: