jueves, 16 de octubre de 2014

El viejo y Kant (Revista de San Juan, 2011)


EL VIEJO Y KANT

                                              A Pedro Joaquín, que tiene la edad de los niños de esta historia

        Puede que pronto caiga en el olvido, pero todavía hoy son muchos quienes recuerdan a un hombre que, en el siglo XVIII, dedicaba su vida al pensamiento en una ciudad perdida de la Prusia Oriental. Ese hombre observó que, en ciertos asuntos, era posible sostener, con la misma fuerza probatoria, dos tesis opuestas. Así, podemos convencernos de que el mundo ha tenido un comienzo y es finito o de lo contrario. Apuntó cuatro de estas contradicciones y las llamó antinomias.
            El viejo piensa que, en el ámbito de la existencia, también se dan dos antinomias. Una de ellas diría: “Puede argumentarse con la misma fuerza que, a cierta edad, la vida, mirada en su conjunto, ofrece dos imágenes opuestas: la de un largo camino repleto de épocas diferenciadas (“entonces yo era…”, “por aquellos años yo vivía en…”), de cambios, de gente que está y deja de estar, que no está y aparece, de acumulación; y la de un soplo de sorprendente brevedad”. Así, el viejo tiene la sensación de que ha vivido mucho; pero también de que ayer mismo era un niño que corría por las calles del pueblo.
Del mismo modo que el hombre del siglo XVIII, también el viejo ha vivido siempre en el mismo lugar. Su memoria llega más allá de la tercera década del siglo pasado, y con la presteza de un mono se sube al árbol genealógico de todo aquel a quien saluda. En los pueblos uno pertenece de un modo más estrecho a su familia, y así como hay narices, ojos o calvicies que identifican un apellido, hay rasgos de carácter familiares. Los Celemines son bravos, los Talabarteros bromistas y del Atleti, los Atravesados tienen pelos en el corazón. Un sociólogo diría que, más que de genética, se trata de una profecía autocumplida: si todo el mundo espera que alguien se comporte de una cierta forma, acabará por hacerlo. En cualquier caso, el viejo está seguro de que si una máquina del tiempo lo llevara dos siglos hacia atrás o hacia adelante, sabría relacionar a cada vecino con su familia correspondiente. Cuando piensa en estas cosas, siente que se asoma a un abismo y le entra vértigo.
            La otra antinomia diría así: “Podemos sostener que todo cuanto ocurre será tragado, antes o después, por el olvido: del mismo modo que nada queda de lo que un hombre de Navas, un día de 1651, soñó antes de ir a trabajar, nada quedará de la lectura de este texto en la memoria de los hombres. Sin embargo, también se puede sostener lo contrario: nada de lo ocurrido se pierde, todo lo real se conserva.”
            ¿Qué fue de aquella mañana de San Juan del año 31? El viejo era entonces un niño y corría detrás de los pasos y la risa cantarina de una niña rubia. Sonaban las campanas de la iglesia. Llevaba unos días siguiéndola y escondiéndose, solo o con algún amigo. Esa mañana se armó de valor, ayudado por el ambiente festivo de los mayores, y del jardín de la plaza cogió una flor, una flor blanca y olorosa y, acercándose a la niña, se la ofreció. Ella la tomó con una sonrisa, intacta desde entonces en la memoria del viejo. ¿Dónde están ahora aquellas campanadas, aquella mañana, aquella flor, aquellos hombres vestidos de fiesta?
            El viejo no volvió a ver a la niña, que emigró con sus padres. Como un fugaz relámpago pasó la vida, el niño creció y llegó la guerra, fue un adulto y trabajó en el campo, se casó y tuvo hijos, hubo muertes y nacieron nietos. Y esta mañana, justo ochenta años después de aquella del San Juan del 31, violando toda ley del tiempo, la niña rubia, con la risa cantarina de entonces, ha pasado delante de él y le ha dicho hola. Dos trozos tan alejados de su vida, dos extremos de su largo paso por el mundo, han coexistido por un momento. El viejo ha penetrado desorientado en el laberinto de su memoria, perdido entre sensaciones olvidadas y gestos polvorientos arrumbados en sus rincones. Se pregunta si su cerebro está fallando. Pero, por encima de esa duda, siente miedo, como si la visión de su lejano pasado fuera un aviso lúgubre y agorero. Y aun por encima de ese miedo, le parece que la escena es un guiño de la trascendencia.
            Los restos del hombre del siglo XVIII descansan en la ciudad de la que apenas salió. Como epitafio, en su tumba, hay una cita que recoge su admiración por las leyes inviolables de la naturaleza y por la libertad del hombre. Dos mundos con reglas opuestas, uno determinado por leyes físicas que predicen con exactitud lo que no tiene más remedio que ocurrir, y otro donde, contra toda costumbre o influencia, uno tiene la asombrosa capacidad de elegir. En el primer mundo todo ocurre en el espacio y en el tiempo, todo tiene una causa. En el segundo, la ciencia se queda en la puerta y nos adentramos hacia lo desconocido.
            Visto desde el primer mundo, lo que le ha ocurrido al viejo se explica así: al pueblo han venido, estas fiestas de San Juan, los descendientes de aquella niña del año 31, cuyos rasgos han atravesado el tiempo hasta llegar al rostro de su bisnieta. La mente científica reposa en este conocimiento en el que quedan respetadas las leyes del tiempo y el espacio.
            Pero el viejo, que mira a la cara a la muerte, sabe que pronto saltará la cerca de esas leyes, y, como quien mete los pies en la orilla del mar, se va despidiendo de ellas. Desde el segundo mundo, más allá del espacio y del tiempo, quién sabe quién es la niña que ha saludado al viejo y que, ahora, en la plaza, siguiendo un indefinido impulso, escoge con cuidado del jardín una flor, una flor blanca y olorosa.

Juan Fernando Valenzuela Magaña

Lucena, junio de 2011

2 comentarios: