jueves, 18 de diciembre de 2014

La voz de Gregoria (Revista de San Juan, 2005)


 LA VOZ DE GREGORIA
                                                                                 


            Soy una voz. Es mucho, si se tiene en cuenta que morí hace doscientos cincuenta y cuatro años y un puñado de días, según debe de constar, para curiosos y eruditos, en el registro del Hospital de Santiago de Úbeda. Así morí en el mismo lugar que me había acogido como Casa-Cuna trece años antes, cuando según dicen me dejó allí un cosario que venía de Quesada.
            Sin duda perseveré en el ser, por parafrasear a Spinoza, con asombroso denuedo, porque mi existencia parecía destinada a asomarse por alguna puerta trasera al siglo XVIII y abismarse a continuación en el olvido. La naturaleza y la sociedad no escatimaron dones para ese destino: año 1738, pueblo de Jaén, sexo femenino, nacimiento ilegítimo, acogida en la Casa-Cuna de Úbeda de la Cofradía de San José y ceguera. Sin embargo, venciendo ese destino, que es el modo de encontrar el verdadero, llegué a cumplir los trece años, edad en la que morí, superando con creces a la de la muerte de todos mis compañeros de Cuna.
            Y además, ya ven, queda mi voz, acaso como compensación a mis desgracias terrenales o quizá como logro de mi fuerza de voluntad, de la que el prior de Navas de San Juan, aldea a pocas leguas de Úbeda, decía sentirse impresionado.
            Mientras me quede la voz diré su nombre: Francisco Pedro Martínez. Fue el instrumento con que me cruzó la providencia para sacudirme la fatalidad de mi condición y buscarme un destino nuevo y mío. Su voz sonaba transparente y aterciopelada a un tiempo, lejos del agudo pero sin entrar de lleno en el grave. Era alto, sus palabras me llegaban de arriba, aunque se agachara como solía para hablarme, cuando no estábamos sentados. No sé cómo se me ocurrió hacerle la pregunta que cambió mi vida, pero sin ella es seguro que yo no sería hoy ni tan siquiera una voz.
            ¿Es cierto, le dije, que las mujeres, en la Resurrección Universal, pasarán a ser hombres, perfeccionándose así? Caminaba junto al Convento de San Miguel, donde había muerto el recién canonizado San Juan de la Cruz, con el prior de San Lorenzo, y yo, en vez de pedirles un maravedí, les espeté la pregunta, pero dirigiéndome a esa voz que tanto me gustó y que me respondió: Eso supone que la mujer es imperfecta y que el varón no lo es, y se compadece con la idea de que la naturaleza en la generación busca siempre el varón, y sólo por error nacen las mujeres. Pero yo no estoy de acuerdo con estas ideas. Le contesté que yo tampoco, pero que no sabía si era herejía no estar de acuerdo.
            Aunque tenía diez años, sabía muchas cosas. Tenía por naturaleza una inteligencia viva y despierta, y, como no podía jugar, pasaba mucho tiempo pensando en lo que oía en las misas y en las conversaciones de las plazas.
            El prior de Navas me respondió que más bien era herejía sostener la imperfección femenina, y sobre ser herejía era una manifiesta falsedad, como demuestran tantos ejemplos, y me puso el de doña Juliana Morella, de Barcelona, que con doce años defendió Conclusiones públicas en Filosofía, dedicadas a la reina de España doña Margarita de Austria. Supo, además de Filosofía, Teología, Música y Jurisprudencia, y hablaba catorce lenguas.
            A mí me gusta mucho saber cosas, le dijo mi ingenuidad, y él se quedó callado y, pude notarlo, mirándome pensativo. Tal vez intercambió un interrogativo gesto con el prior de San Lorenzo. Al cabo de unos segundos, me dijo: Si estás dispuesta a aprender, serás mi alumna.
            Las primeras clases fueron muy espaciadas, una cada quincena, en una dependencia de la iglesia de San Lorenzo. Me enseñaba Filosofía, Teología y Latín. Puedo decir que aprendí con él, sobre todo en la primera de estas disciplinas, más que cualquier universitario de Salamanca o Baeza, porque, sobre explicarme Aristóteles y Santo Tomás, no dejó de contarme las novedades de Descartes y las polémicas entre novatores y tomistas que habían tenido lugar en su juventud. Pero lo que más me gustaban eran los descansos que hacíamos cada hora. No porque estuviera cansada (tenía tal sed de saber agrandada por los años y la ceguera que jamás me cansaba), sino porque en ellos hablaba de lo que más me emocionaba: de mi vida. Como si estuviera hablando con un amigo suyo, relataba sin afectación y hasta con humor casos históricos de ciegos y de mujeres que habían destacado en alguno de los campos del intelecto. Me hablaba de Dídimo de Alejandría, de Eusebio el asiático, de Nicasio de Mechlin o de Tiresias. Y, ya en nuestro tiempo, de Saunderson, matemático inglés ciego desde la edad de un año, autor de Elementos de álgebra y, sobre todo, de unas máquinas que permitían a un ciego hacer cálculos algebraicos y estudiar geometría. Más tarde el prior conseguiría construirlas y enseñarme la Matemática. También me contaba que en Francia un oculista llamado Himler había operado a una ciega de nacimiento, hija del grabador del señor de Réamur y que había un tal Daviel que había devuelto la vista a más de un ciego. Algún día, me decía con reservas pero confiado, tal vez podría llegar a ver los colores.
            La ceguera, me provocó una vez en uno de esos descansos, contrarresta tu feminidad, porque, si las mujeres tenéis tendencia a lo concreto, los ciegos la tenéis a lo abstracto, por carecer del sentido de la vista, tenaz obstáculo para la operación de la abstracción. Yo le contesté con el ejemplo que él mismo me puso al conocernos, el de doña Juliana Morella. Muy bien traído ese ejemplo, me contestó. Eso demuestra que esa tendencia a lo concreto que, en efecto, vemos en las mujeres, no se debe a su naturaleza, sino a su educación. Como te he enseñado en la Lógica, de la carencia del acto a la de la potencia no vale la ilación. Así pues, de que las mujeres no sepan de Filosofía no se infiere que no tengan talento para ella. Y más: entre los Drusos las mujeres son las que saben leer y escribir, mientras los hombres se dedican a la agricultura y la guerra. Si aplicáramos allí la misma lógica, diríamos que los hombres son inútiles para las letras.
            Los hechos, más que los razonamientos, tenían para mí más valor probatorio. Por eso le pedía que me relatara ejemplos de mujeres que habían destacado en algún ámbito de los que se creía reservados a los hombres. Me habló así, en cuanto al gobierno político, de Semíramis, reina de los Asirios; de Artemisa, reina de Caria; de pueblos donde la corona estaba reservada a las mujeres, como antiguamente en la Isla de Meroe o modernamente en Borneo. Y en cuanto a la inferioridad del entendimiento femenino, me abrumó con los nombres de doña Isabel de Joya, que predicó en la Iglesia de Barcelona y que convirtió a muchos judíos en Roma; Luisa Sigéa, que supo la lengua latina, la griega, la hebrea, la arábiga y la siriaca; doña Oliva de Sabuco de Nantes, quien destacó en Física y Medicina; doña Bernarda Ferreyra, quien dejó escritos poéticos y supo Matemáticas; Sor Juana Inés de la cruz, gran poeta; Susana de Habert, gran conocedora de la doctrina de los Santos Padres; Madalena Scuderi, a la que todas las Academias querían tener en su seno; Maria Madalena Gabriela de Montemart, versada en la antigua y nueva Filosofía; Lucrecia Helena Cornaro, nombrada Doctora en la Facultad Filosófica en Italia. Meses después me leyó una defensa de las mujeres publicada por el monje benedictino Feijoo, autor al que a veces sin querer imitaba en sus expresiones y de donde tomaba algunas de sus ideas sobre nuestro sexo, que no eran menos avanzadas que las que Madame de Beaumer y Madame de Maisonneuve expusieron en su Journal de Dames, algunos de cuyos números el prior conseguiría introducir en España,  ya después de mi muerte.
            Poco después me llevó a su aldea, acogiéndome en su casa. Vivía con una tía suya muy anciana. Fue entonces cuando construyó las máquinas de Saunderson y me enseñó álgebra y geometría. Él decía estar asombrado de mis progresos, y eso me impelía a aplicarme con más empeño. Un día, mientras descansábamos de utilizar una de las máquinas matemáticas, y como yo me quejara de la injusticia que a las mujeres se les hacía en España cuando se decía que “la mujer que más sabe, sabe ordenar un arca de ropa blanca”, me respondió con sorna: No te quejes, que provocasteis la expulsión del Paraíso. Entonces yo le contesté con algo que debió de dejarlo boquiabierto: si porque Eva indujo a Adán a pecar, las mujeres son peores que los hombres, entonces los Ángeles son peores que las mujeres, porque un Ángel indujo a Eva a pecar. Además, Eva fue engañada por una criatura de gran inteligencia, mientras que Adán lo fue por una mujer. Por eso el delito de Eva fue menor, y menor aún cuanto más tonta consideres a la mujer.
            Poco después de este episodio, el prior tuvo que marcharse durante una temporada. Me contó en secreto que iba a París, donde tenía grandes y buenos amigos, y que allí compraba libros prohibidos. No hacía falta, concluyó, insistirme en la necesidad de que esa confesión que me hacía se mantuviera en el más estricto de los secretos. Ni siquiera su tía debía saberlo.
            Sólo después de muerta he entendido mi creciente desesperación al paso de los días sin su presencia y mi también creciente consuelo porque cada hora que pasaba estaba una hora más cerca de su vuelta. Como tantas cosas dentro de mí, como yo misma, esos sentimientos y otros afines que se daban con ellos murieron sin llegar a desarrollarse y madurar. También aprendí muchas ideas que sólo entendí después.
            Un día irrumpieron en la casa dos hombres forasteros. La tía del prior les contestó a sus preguntas por el sobrino, pero ellos les dijeron que todo eso ya lo sabían. Lo que querían saber era dónde había ido y dónde estaban sus libros. A lo primero respondió que no tenía ni idea y a lo segundo señalando una habitación contigua que hacía las veces de despacho. Los dos hombres revolvieron los volúmenes, pero no debieron de encontrar lo que andaban buscando. Sin duda, dijeron al cansarse, los tiene escondidos. Pero quizá esta sepa algo. Entonces mi brazo notó el grillete de una mano fuerte, y con brutos modales el hombre que me había cogido me zarandeó preguntándome: Ya está bien de tonterías, tú sabes dónde ha ido y dónde están los libros. Yo me hice la muda o la tonta o las dos cosas, pero ellos estaban bien informados. Vendrás con nosotros.
            Me sentaron en una silla en una casa de la Plaza de Arriba. Oí voces de gente de la aldea, a la que sólo conocía de oídas. Ellos empezaron a interrogarme. Primero cambiaron de persona y de tono, y fue el otro hombre quien, con los más exquisitos, corteses y franceses modales, intentó convencerme de que yo era inocente y niña, de que nada me pasaría si les contaba lo que querían saber, que era algo importante para la marcha de la Iglesia y del bien público y, por tanto, algo querido por Dios. Yo había decidido permanecer completamente callada, pero cuando uno de los hombres de la aldea comentó riendo y en voz baja, creyendo que yo no lo oía, que no hay mujer que sepa guardar un secreto, le dije dirigiéndome a él: Lo que dices es otra falsedad más inventada por los hombres, pues la hija de Pitágoras, Damo, recibió de su padre sus escritos junto la orden de no publicarlos y, aunque su venta pudo sacarla de la pobreza, jamás la ejecutó. Y además, añadí, se cuenta de una mujer que, llevada a la tortura por el tirano de Atenas Hippias tras el asesinato de su hermano Hipparco, conocedora de los nombres de los cómplices, se cortó con los dientes la lengua. Que sería lo que yo haría si supiera lo que me preguntan estos hombres y no estuviera segura de resistir sus malas artes.
            Debieron de quedarse impresionados o convencidos de que decía la verdad, y decidieron perdonarme la lengua. La ausencia de la cual, empero, hubiera soportado mejor que el castigo que me infligieron, castigo que, por otra parte, no estaba dispuesta a cumplir: me prohibieron que volviera a ver al prior. Fui enviada de nuevo a Úbeda, y volví a vagabundear por las calles. Contaba los días que faltaban para la vuelta de mi bien y confiaba en que volvería por mí. Entonces contraje la viruela y volví a entrar en el Hospital de Santiago, esta vez como enferma. En una de esas camas, un uno de mayo, morí de muerte real, porque en mejor cama pero la misma enfermedad se llevó, con diecisiete años, a nuestro rey “El bien amado”, en la década anterior a la de mi nacimiento.
            Han pasado los años y las gentes. El prior sufrió mucho mi pérdida y se sintió culpable por haber ido a París dejándome a merced de sus enemigos. Murió el prior, murió Voltaire y Diderot, murieron los aldeanos, murieron los hombres que pretendieron que les contara un secreto. Sic transit gloria mundi. Otros tiempos sustituyeron a los que yo viví, y otros a esos. Mi voz se fue haciendo más vieja y quizá más sabia. Mi voz, lo que soy.
 Juan Fernando Valenzuela Magaña
 


domingo, 23 de noviembre de 2014

Reseña de la última novela de Kundera

KUNDERA. LA FIESTA DE LA INSIGNIFICANCIA
           
            Él último libro de Kundera, aparecido en las librerías españolas en traducción de Beatriz de Moura en septiembre de este año 2014, se titula La fiesta de la insignificancia. Las novelas de Kundera tienen al menos cuatro rasgos significativos. Por un lado, sus personajes son propuestas de existencias, ensayos vitales. Unas breves pero esenciales pinceladas nos los muestran y los vemos actuar desde unos pocos principios, personales, únicos, que los constituyen. En segundo lugar, sus novelas exploran un puñado de temas y motivos, que aparecen y reaparecen. En tercer lugar, su narración incluye como uno de sus elementos textos de apariencia ensayística, integrados de modo natural en ella. En cuarto y último, hay elementos metafictivos en los que se cuenta cómo se cuenta. He dicho antes al menos, y tras esta enumeración encuentro un quinto, que sólo mencionaré porque acometerlo alargaría inoportunamente esta reseña. Me refiero a la composición musical de sus novelas, generalmente divididas en siete partes (esta lo está) concebidas como movimientos musicales.
            Nos guiaremos, pues, brevemente por estos cuatro rasgos para entrar en La fiesta de la insignificancia, un libro ligero en apariencia (desde sus pocas páginas hasta su estilo) y también, aunque en un sentido nada obvio, en el fondo.            
            Los personajes son cuatro amigos. Uno de ellos (Alain) está dibujado con las tres siguientes pinceladas: su preocupación por el ombligo como signo erótico de nuestro tiempo (las mujeres comenzaron el milenio enseñando el ombligo), su tendencia a pedir siempre disculpas (en el libro el nombre que reciben esas personas es “perdonazos”) y su relación con su madre, que nunca quiso que él naciera y con la que habla imaginariamente. Al segundo, Ramón, le gusta deslumbrar y ser admirado, pero no envidiado, y desde su jubilación busca la soledad. Charles es fantasioso y su madre está enferma hasta el punto de que en un momento de la novela agoniza, y Calibán, su compañero a la hora de servir cócteles en casas particulares, es un actor en paro. Hay otros personajes además de estos, el más importante de los cuales es D´Ardelo, un Narciso que, como tal, observa su propia imagen en los ojos de los otros y busca embellecerla. Destacaré por su importancia en el tema principal del libro a Quaquelique, un ser insignificante que, debido precisamente a eso, a esa despreocupación que suscita en las mujeres, tiene más éxito con ellas que los brillantes D´Ardelo o Ramón.
            ¿Cuáles son los temas que aparecen en esta novela? La indiferencia, ligada al buen humor, y el ombligo. Hay otros asuntos, como el del ángel, que más bien funcionarían como motivos, es decir, elementos del tema o de la historia que reaparecen, a lo largo de la novela, en un contexto diferente. El tema del ombligo constituye una reflexión sobre el erotismo de nuestro tiempo (el erotismo es una preocupación constante en la literatura de Kundera). Si vivimos bajo el signo del ombligo eso quiere decir que el erotismo no es ya la celebración de lo único, de lo irrepetible (como cuando se está bajo el signo de las nalgas, diferentes entre sí), sino una llamada a la repetición (todos los ombligos son iguales). Parémonos en el tema fundamental, el que da título al libro: la insignificancia. Es considerada la esencia de la existencia; está en todos sitios y siempre, incluso en los momentos horrorosos (como ejemplifica en la novela la historia de Stalin y Kalinin). Está vinculada al buen humor (“Todos andan en busca del buen humor”, se titula la cuarta parte) y este a su vez a la risa, un asunto destacado en la obra de Kundera.
            Decíamos que el tercer rasgo de las novelas del escritor checo era la inclusión del género ensayístico dentro de ellas. En La fiesta de lo insignificante esto ocurre con las meditaciones sobre el ombligo, o sobre la relación entre Stalin y Kalinin, o sobre lo insignificante. Esas reflexiones sobre los temas o motivos de la novela proceden en este caso principal o exclusivamente de los personajes. Pero su sentido no cambiaría si, como en La insoportable levedad del ser, fuera el narrador quien interviniera de forma notable en este aspecto. Lo importante aquí está en darse cuenta de estas dos cosas: las reflexiones forman parte intrínseca de la novela y una reflexión en una novela no tiene carácter apodíctico, sino hipotético. Es, en ese sentido de la palabra, un ensayo y no una declaración; una duda, no una afirmación.
            Y pasamos a la última característica, que las novelas de Kundera comparten con muchas de los últimos años. El pacto por el que el lector de antes fingía una credulidad para quedar atrapado por las vidas de los personajes de una obra de ficción, ha dado paso a una actitud menos ingenua, en la que él y el autor reconocen explícitamente el carácter ficticio de la obra. Nos encontramos así con narraciones en los que los personajes admiten su carácter de tales. En el libro que nos ocupa, ese aspecto se insinúa en las ocasiones en que el narrador interviene en primera persona. Nos enteramos así de que es el maestro de los cuatro personajes principales y que él les ha proporcionado el libro de Jrushchov donde aparece la historia de las perdices de Stalin. Pero se muestra claramente en la ocasión en que Ramón dice: “nuestro maestro, que nos ha inventado a todos”. La difusa separación entre el autor y el narrador funciona aquí también como recurso metafictivo.
            Desde las preocupaciones y técnicas que forman el mundo literario de Kundera, este ha querido tratar de la insignificancia en este libro y lo ha hecho con personajes, estilo e historia ligeros (aun cuando en esta última aparezcan momentos graves), dejándonos con la sensación de que la insignificancia no es insignificante.

JUAN FERNANDO VALENZUELA  MAGAÑA


miércoles, 5 de noviembre de 2014

Artículo de David Foster Wallace en Cuadernos Hispanoamericanos

Aquí puede leerse, quizá más cómodamente, el número de noviembre de Cuadernos Hispanoamericanos donde aparece, a partir de la página 79, mi artículo. Además, aquí la revista es en color:

martes, 4 de noviembre de 2014

Acerca de David Foster Wallace

En el número de este mes de Cuadernos Hispanoamericanos, un artículo mío titulado "Acerca de David Foster Wallace". Páginas 79-86. Puede leerse aquí:

jueves, 16 de octubre de 2014

El viejo y Kant (Revista de San Juan, 2011)


EL VIEJO Y KANT

                                              A Pedro Joaquín, que tiene la edad de los niños de esta historia

        Puede que pronto caiga en el olvido, pero todavía hoy son muchos quienes recuerdan a un hombre que, en el siglo XVIII, dedicaba su vida al pensamiento en una ciudad perdida de la Prusia Oriental. Ese hombre observó que, en ciertos asuntos, era posible sostener, con la misma fuerza probatoria, dos tesis opuestas. Así, podemos convencernos de que el mundo ha tenido un comienzo y es finito o de lo contrario. Apuntó cuatro de estas contradicciones y las llamó antinomias.
            El viejo piensa que, en el ámbito de la existencia, también se dan dos antinomias. Una de ellas diría: “Puede argumentarse con la misma fuerza que, a cierta edad, la vida, mirada en su conjunto, ofrece dos imágenes opuestas: la de un largo camino repleto de épocas diferenciadas (“entonces yo era…”, “por aquellos años yo vivía en…”), de cambios, de gente que está y deja de estar, que no está y aparece, de acumulación; y la de un soplo de sorprendente brevedad”. Así, el viejo tiene la sensación de que ha vivido mucho; pero también de que ayer mismo era un niño que corría por las calles del pueblo.
Del mismo modo que el hombre del siglo XVIII, también el viejo ha vivido siempre en el mismo lugar. Su memoria llega más allá de la tercera década del siglo pasado, y con la presteza de un mono se sube al árbol genealógico de todo aquel a quien saluda. En los pueblos uno pertenece de un modo más estrecho a su familia, y así como hay narices, ojos o calvicies que identifican un apellido, hay rasgos de carácter familiares. Los Celemines son bravos, los Talabarteros bromistas y del Atleti, los Atravesados tienen pelos en el corazón. Un sociólogo diría que, más que de genética, se trata de una profecía autocumplida: si todo el mundo espera que alguien se comporte de una cierta forma, acabará por hacerlo. En cualquier caso, el viejo está seguro de que si una máquina del tiempo lo llevara dos siglos hacia atrás o hacia adelante, sabría relacionar a cada vecino con su familia correspondiente. Cuando piensa en estas cosas, siente que se asoma a un abismo y le entra vértigo.
            La otra antinomia diría así: “Podemos sostener que todo cuanto ocurre será tragado, antes o después, por el olvido: del mismo modo que nada queda de lo que un hombre de Navas, un día de 1651, soñó antes de ir a trabajar, nada quedará de la lectura de este texto en la memoria de los hombres. Sin embargo, también se puede sostener lo contrario: nada de lo ocurrido se pierde, todo lo real se conserva.”
            ¿Qué fue de aquella mañana de San Juan del año 31? El viejo era entonces un niño y corría detrás de los pasos y la risa cantarina de una niña rubia. Sonaban las campanas de la iglesia. Llevaba unos días siguiéndola y escondiéndose, solo o con algún amigo. Esa mañana se armó de valor, ayudado por el ambiente festivo de los mayores, y del jardín de la plaza cogió una flor, una flor blanca y olorosa y, acercándose a la niña, se la ofreció. Ella la tomó con una sonrisa, intacta desde entonces en la memoria del viejo. ¿Dónde están ahora aquellas campanadas, aquella mañana, aquella flor, aquellos hombres vestidos de fiesta?
            El viejo no volvió a ver a la niña, que emigró con sus padres. Como un fugaz relámpago pasó la vida, el niño creció y llegó la guerra, fue un adulto y trabajó en el campo, se casó y tuvo hijos, hubo muertes y nacieron nietos. Y esta mañana, justo ochenta años después de aquella del San Juan del 31, violando toda ley del tiempo, la niña rubia, con la risa cantarina de entonces, ha pasado delante de él y le ha dicho hola. Dos trozos tan alejados de su vida, dos extremos de su largo paso por el mundo, han coexistido por un momento. El viejo ha penetrado desorientado en el laberinto de su memoria, perdido entre sensaciones olvidadas y gestos polvorientos arrumbados en sus rincones. Se pregunta si su cerebro está fallando. Pero, por encima de esa duda, siente miedo, como si la visión de su lejano pasado fuera un aviso lúgubre y agorero. Y aun por encima de ese miedo, le parece que la escena es un guiño de la trascendencia.
            Los restos del hombre del siglo XVIII descansan en la ciudad de la que apenas salió. Como epitafio, en su tumba, hay una cita que recoge su admiración por las leyes inviolables de la naturaleza y por la libertad del hombre. Dos mundos con reglas opuestas, uno determinado por leyes físicas que predicen con exactitud lo que no tiene más remedio que ocurrir, y otro donde, contra toda costumbre o influencia, uno tiene la asombrosa capacidad de elegir. En el primer mundo todo ocurre en el espacio y en el tiempo, todo tiene una causa. En el segundo, la ciencia se queda en la puerta y nos adentramos hacia lo desconocido.
            Visto desde el primer mundo, lo que le ha ocurrido al viejo se explica así: al pueblo han venido, estas fiestas de San Juan, los descendientes de aquella niña del año 31, cuyos rasgos han atravesado el tiempo hasta llegar al rostro de su bisnieta. La mente científica reposa en este conocimiento en el que quedan respetadas las leyes del tiempo y el espacio.
            Pero el viejo, que mira a la cara a la muerte, sabe que pronto saltará la cerca de esas leyes, y, como quien mete los pies en la orilla del mar, se va despidiendo de ellas. Desde el segundo mundo, más allá del espacio y del tiempo, quién sabe quién es la niña que ha saludado al viejo y que, ahora, en la plaza, siguiendo un indefinido impulso, escoge con cuidado del jardín una flor, una flor blanca y olorosa.

Juan Fernando Valenzuela Magaña

Lucena, junio de 2011

domingo, 21 de septiembre de 2014

MICROFICCIÓN: DIVORCIO

DIVORCIO

La profesión y el dinero, por ese orden, constituyen la razón de mi vida. Así que mi mujer quiere el divorcio. Pero nada hay más inteligente que una mujer con deseos de venganza. Sé que al final del proceso perderé todo, por mucho que haya sido nuestro gracias a mí o sencillamente mío: la mansión, las acciones, mis camisas de algodón egipcio, mi colección de sellos. Yo me encargaré de que así sea. Me ha contratado como su abogado.

 Juan Fernando Valenzuela Magaña

martes, 26 de agosto de 2014

Primer capítulo de La partida

1

    Cuando yo era pequeño, quería ser detective. Recuerdo un librito, El manual del perfecto detective, que me enseñó a ocultarme (en realidad, delatarme) tras un gran periódico o a camuflar mi identidad escandalosamente tras un sombrero, unas impenetrables gafas de sol y una gabardina con cuello levantado, así fuera verano o las estrellas titilaran arriba. Frente a una inmensa casa del pueblo de mi infancia, conocida como La Peña por ser un local de reunión de socios, pasé algunas tardes escondido entre la vegetación de la plaza de la iglesia, sin sombrero ni gabardina pero con unas viejas gafas de sol de mi padre. Mi subordinado, de nombre Paco, vigilaba en un banco tras un tebeo de Mortadelo la posible e inoportuna llegada de uno de los seis policías municipales que proferían unas amenazas jamás cumplidas a quien pisara los jardines. Nuestro objetivo era descubrir pistas para demostrar nuestra impecable teoría sobre una misteriosa partida de cartas que se había jugado en la planta superior de La Peña en un tiempo para nosotros legendario, mucho antes de nuestro nacimiento. Se comentaba que un hombre había perdido todo, su dinero, sus olivos, su casa, todo, en una emocionante partida con alguien que, viejo, todavía frecuentaba la enorme casa. Y que, en la desesperación de la ruina, se jugó algo que los testigos nunca lograron saber, algo que sólo sabían los dos jugadores y que, como garantía, quedó escrito en un papel que custodiaba desde entonces el notario. El perdedor volvió a perder y, serio y digno en su absoluta y enigmática derrota, dijo un Hasta nunca, señores y nadie lo vio nunca más. Yo le había oído la historia a mi padre, y mi amigo al suyo, y, a la hora de redactar una lista de casos para resolver, ambos estuvimos de acuerdo en que el primero, por importancia y por pura cronología, había de ser ese. Nos costó esfuerzo dar con la solución, que una tarde de verano se nos reveló mientras, sentados en un banco con una bolsa de pipas compartida, contemplábamos La Peña. Lo que el perdedor había perdido en la última jugada había sido su vida. Después de dejarlo en la ruina, el ganador, que odiaba a su adversario, todavía podía satisfacer un último deseo. Odiar quiere decir desear la inexistencia del otro. Los dos lo sabían, y, sin palabras, se entendieron. Uno de ellos lo escribió en un papel y se lo dio al notario, que jamás lo leyó. El perdedor huyó del pueblo para, fiel a su promesa, suicidarse lejos de allí sin dejar rastro ni acusación.

    Desde donde yo estaba escondido, podía ver al ganador sentado en una butaca en la puerta de La Peña, junto a toda una fila de hombres que miraban hacia la plaza. Tendría unos sesenta años, con un bigote poblado bajo una ancha nariz y unos ojos claros. Entre la casa y la plaza pasaba un trozo del Paseo y gente caminando lentamente, recreándose en el andar, fumando o comiendo pipas, que ora subían la calle, ora la bajaban, Sísifos felices. Cinco butacas a la derecha del ganador, estaba sentado el notario, un hombre gordo y de aspecto bonachón. Nuestra intención era descubrir un gesto, una mirada cómplice entre ambos hombres, incluso una conversación, que demostrara la verdad que nosotros, por pura lógica detectivesca, habíamos descubierto. Pero ni esa tarde ni ninguna, ni con esa estrategia ni con otras, logramos nuestro propósito.
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La partida

Internet da la posibilidad de sacar del cajón viejos escritos de los que uno quedó satisfecho pero que no obtuvieron el nihil obstat de la imprenta. Tras un reencuentro con ellos, algunos pasan la criba del hoy, como esta novelita en la que los que vivan en un pueblo reconocerán matices y referencias. Gratuita en versión digital:
http://www.bubok.es/libros/235343/La-partida
Nota para naveros: la foto de portada es de La Peña, un personaje más, en su versión literaria, de este libro.

viernes, 15 de agosto de 2014

Presentación de una novela en Cabra

En mayo de 2010, tuve el honor de presentar la excelente novela de Jesús Arroyo en Cabra. Pego en este blog mis palabras de entonces. Cualquier buen lector sabe que hoy hay muy buena literatura fuera del mercado y muy mala en su centro. No creo que el fenómeno sea nuevo, libros de éxito hace un siglo son desconocidos hoy y obras hoy canónicas fueron apenas leídas en su tiempo, pero el predominio del mercado en nuestras vidas sí es nuevo, y eso hace que el contraste entre lo bueno oculto y lo malo en el escaparate parezca mayor. Hay cierta confusión en todo este asunto, que es un apartado del asunto general del gusto. Sostengo que puede gustar mucho lo que no es valioso y no gustar lo que lo es. Sostengo que hay una educación del gusto. Y que las voces valiosas deben intentar llegar a la gente, pero que a veces la tarea es tan exasperante que apenas les queda tiempo para lo que verdaderamente importa: cultivar esa propia voz.     
                                      
Presentación de la novela A QUIENES LA NOCHE NO CALMA
AUTOR: Jesús Manuel Arroyo Tomé
PRESENTA: Juan Fernando Valenzuela Magaña
LUGAR: Teatro El Jardinito
FECHA: domingo 9 de mayo de 2010, a las 20.00 horas


SOBRE A QUIENES LA NOCHE NO CALMA


INTRODUCCIÓN     
         A la mayoría de los lectores nos ocurre una cosa. Nunca hemos conocido personalmente a los escritores que nos deleitan. Eso nos ocurre a todos con los que están muertos. Debido a que he escuchado los absurdos más rocambolescos, no descarto que alguien me diga que una vez cenó con don Miguel de Cervantes o que solía salir de copas con Goethe y se entendían en alemán. Lo que sí descarto es que llegue a creérmelo. Pero con los vivos, yo creo, nos pasa a la mayoría. Si hago memoria, y creo ser representativo en este aspecto, mi conocimiento en vivo del mundo literario se reduce a: vi una vez a Carmen Martín Gaite en el Café Gijón (yo iba por el Paseo de Recoletos, la vi por la ventana), una vez Javier Marías me firmó un libro en la Feria del Libro de Madrid (era de la biblioteca del instituto y allí quedó, por supuesto), en un musical estuve sentado detrás de la cabeza de Saramago, y el otro día abordé en Lucena a Fernando Savater y cambié unas palabras con él. El resto, un ramillete de conferencias: Francisco Nieva y Gloria Fuertes, Jesús Ferrero, incluso otro Premio Nobel de Literatura bastante desconocido, Derek Walcott. En cuarenta años poca cosa, como ven.
      Digo esto porque inevitablemente uno idealiza de algún modo la persona que escribe lo que tanto nos gusta a fuerza de no verla o de ver sólo la imagen literaria que proyecta, y que no deja de ser una prolongación de su propia escritura. Con los años tendemos a abrir un abismo insalvable entre su mundo y el nuestro, que es una trasposición errónea del abismo que hay entre el mundo creado de la literatura y el cotidiano de nuestra vida, incluidas las vidas de los escritores, que sabemos las hay de todo jaez. El peligro, y es lo que quiero subrayar, de todo esto, es que nos vuelve ciegos para una posibilidad de nuestras vidas: que conozcamos personalmente y desde hace tiempo a alguien que de pronto escribe algo de la talla de la literatura que leemos, y aclaremos que, si bien procuramos leer mucho, leemos muy selectivamente. Parece que estamos ante una contradicción: no puede ser que un amigo nuestro, al que conocemos despotricando sin ahorrar aspaviento alguno contra la administración o comentando con pesadumbre la marcha de la Real Sociedad, de pronto sea un escritor como los que leemos.
         Dado que gran parte de los que estáis aquí conocéis, como yo, personalmente a Jesús, es mi objetivo en esta intervención deshacer ese espontáneo prejuicio.

REALIDAD Y FICCIÓN    
         Adentrarse en el asunto de la realidad y la ficción es adentrarse en un laberinto que no pretendo recorrer ahora. Pero algo hay que decir si de lo que hablamos es de una novela, que a primera vista es un espacio de ficción. Unamuno, tan provocador siempre, sostenía que don Quijote tenía más existencia que Cervantes. La existencia o el ser se dicen de muchas maneras,  decía Aristóteles, y ser ficción no es ser menos que ser real. Ahora bien, para que algo exista ficticiamente tiene que haber alguien que levante, no tanto que invente, ese mundo. Y digo mundo no porque esté aislado, de la realidad o de otros mundos ficticios, sino en el mismo sentido en que hablamos del mundo del tenis o decimos de alguien que vive en su mundo. Por supuesto que el cosmos que se contiene en estas páginas no es una isla, y por eso ilumina zonas de la llamada realidad como, y esto es rabiosa actualidad, la Transición o la guerra civil. Pero para que como universo no se derrumbe, precisa de una arquitectura que procede de dentro, y no de fuera, de la propia historia, y no de quien la escribe.

EL PRÓLOGO
         El arquitecto ha puesto en el comienzo, como pórtico, un prólogo magistral. Lo curioso del caso para mí es que este primer paso lo es de una trayectoria literaria pública. Sólo un acendrado sentido del pudor y de la autoexigencia puede explicar que las primeras páginas de Jesús a las que el lector tenga acceso sean estas, que en modo alguno lo son de un principiante. No soy ni estoy aquí como crítico literario, sino como lector impenitente, y cualquiera que lo sea notará nada más empezar un dominio técnico asombroso y, lo que es más difícil, esa capacidad a la que me refería para construir un mundo en el que el lector habitará mientras dure su lectura. Eso es raro, porque uno lee primeros textos de autores luego consagrados y descubre en ellos, como no podía ser menos, ingenuidades y tropiezos, desfallecimientos y traspiés. Pero no vivimos ya en un tiempo en el que el escritor haya de aparecer desde el comienzo mismo de su vocación luchando por crearse una voz, haya de curtirse a los ojos de los lectores. Este fenómeno merecería un análisis, cuyo lugar no es este, pero sin duda es de agradecer, en un mercado saturado como el de las historias escritas, que alguien haya sometido todo conato de vanidad hasta estar seguro de que el resultado tenía la altura suficiente para sostener dignamente la mirada del más exigente lector.
         El prólogo del que les hablo es para mí la quintaesencia de todo el libro y a la vez como su germen. Por eso es un acierto que ocupe ese lugar inicial. Pues ¿qué lugar va a ocupar un prólogo?  ¿Acaso se quiere que se ponga en medio del libro? Pues sí, eso es justamente lo que hubiera hecho un escritor ingenuo. Porque lo que se nos cuenta en ese prólogo no es lo primero que cronológicamente ocurre en la historia relatada. Y eso ya nos da una idea de que la linealidad del tiempo va a ser subvertida. Y no por alarde técnico, por exhibir bíceps de maestría literaria, sino porque es la forma en que el tiempo va a ser sentido en la novela: "Sí, y además da la impresión de que no  todo hubiese sucedido con la esperable continuidad del tiempo, como si las pausas, lagunas y dispersión de sus partes que vamos encontrando sólo reprodujeran fielmente la trabajosa sinuosidad con que fue ocurriendo todo." , leemos en la novela.
         El presente, que es el principio de la Transición, en el que Alberto investiga las amenazas de un senador de Guadaluz, no puede entenderse sin un largo pasado que comienza en la Revolución de 1868 y que atraviesa la guerra civil española y la Segunda Guerra Mundial, y ese pasado va a ir surgiendo de las voces de los personajes y de la propia voz del narrador, que no llega nunca a saber más que ellos, que se pliega a su incierto conocimiento. Conviene subrayar estos dos aspectos, el que podríamos llamar la densidad del presente, porque el presente se nos presenta inteligible sólo con la carga de pasado que lleva a sus espaldas, y el narrador que podríamos llamar equisciente, porque sabe lo mismo que los personajes que aparecen, tomando como un personaje más al propio pueblo, al conjunto de vecinos que hablan y fabulan. Ambos constituyen elementos del prólogo que se proyectan sobre todo el libro.
         Como también lo hace otro: la oposición simétrica entre dos hombres, cuyo pasado y cuyo futuro luego vamos a ver, y que es el nervio de la novela. Podría verse, aunque no sólo, como una versión del tema del doble, que desde Dostoievsky hasta Philip Roth no para de dar que pensar en la literatura. Dos hombres que, por voluntad de uno de ellos, se parecen, una vida obsesionada con ocupar el hueco que la otra deja voluntariamente vacante, dos cosmovisiones que doblemente niegan la teoría marxista, porque la de quien debería querer subvertir el orden establecido quiere mantenerlo y la de quien debería querer mantenerlo quiere cambiarlo. Dos personajes que no dejan de depararnos sorpresas hasta el final de la novela.
         Creo que quien no haya leído este prólogo debe enfrentarse a él con la mirada más virgen posible,  y por eso estoy teniendo cuidado de no desvirgarla. Fiel a ese propósito, no destacaré sino dos características más, que también lo serán de toda la novela, y que son dos de sus logros para mí más difíciles de conseguir (y aquí hablo, más que como lector, como escritor).
         En primer lugar, la capacidad de narrar una situación en la que, a no ser que nos engañe con la edad como ciertas artistas, Jesús no pudo participar. Cuando uno relata una experiencia o un conjunto de ellas puede acudir a lo que a uno le ha pasado, puede recoger el testimonio de alguien que las protagonizó o puede imaginar. Lo primero, ya digo, era imposible en este caso. Así que tanto si optó por lo segundo (el testimonio de alguien) como si lo hizo por lo tercero (la imaginación), o si mezcló ambas posibilidades, Jesús tenía muchas de que lo que le saliera fuera artificioso. Sólo con un pulso talentoso y de largo aprendizaje puede salirse airoso del reto. Y si uno lee las líneas donde se describen las sensaciones que tiene el soldado que lucha en la Unión Soviética, esperaría ver al final de ellas la firma de un veterano de la Segunda Guerra Mundial.
         La segunda característica es todavía más meritoria, aunque me temo que más mérito tendría yo si me hiciera entender, porque se trata de algo tan complejo como sutil. Podríamos denominarlo la creación de un nuevo orden de cosas. La ficción no se contrapone a la realidad como lo interesante a lo aburrido, o lo maravilloso a lo rutinario, porque el poder de sorprendernos y el misterio pertenecen a la realidad, y no hace falta escuchar a Íker Jiménez para darse cuenta de ello (de hecho, tengo la sospecha de que el interés por psicofonías, conspiraciones o escandalosos secretos supone la incapacidad de asombrarse de lo más asombroso, que es siempre lo obvio: para empezar, el misterio de que uno esté vivo, la propia existencia). No, la ficción no es un refugio contra la aburrida rutina. Lo que sí logra la ficción es crear nuevas reglas, que pueden o no tener aplicación en la realidad. Voy a referirme a una de esas nuevas reglas. En el prólogo hay una yuxtaposición de dos escenas, una que se hallaría en la memoria del personaje que combate contra el fascismo alemán y otra que la está viviendo dicho personaje. Sin embargo, este punto de partida, que al principio no contradice nuestra realidad cotidiana, va cambiando su significado hasta que ambas escenas están teniendo lugar en el mismo momento.  Esto no es una manera de decir, es una manera de ser. Esa violación del tiempo, efectuada con difícil naturalidad, no está reñida con la realidad, aunque sí con la realidad cotidiana, pero, independientemente de eso, lograr convencer de ese fenómeno, es un logro al alcance de muy pocas plumas.

A LA ALTURA DE LOS TIEMPOS      
         Ese prólogo abre, pues, la fiesta literaria que es esta novela. Tras pasar su puerta nos encontramos con Alberto que, como el lector, queda atrapado por la historia de estos personajes y quiere saber más de ellos, porque saber de ellos es, de algún modo, saber de sí mismo.
         Alberto va, así, descubriendo la historia de las dos familias con las que están emparentados esos dos hombres del prólogo, desde ese origen en 1868 al que hacíamos referencia y que va adquiriendo rasgos propios de la leyenda. En ese momento inicial eran también dos los hombres que fundan un laboratorio farmacéutico. Del mismo modo que al leer el origen de Bruno, uno no puede evitar evocar el García Márquez de Cien años de soledad. El hijo de uno de esos dos fundadores es cabeza de una familia que fascina a Guadaluz, que habita la casa en la que estamos y a la que pertenece uno de los dos hombres del prólogo. El otro, de pasado indescifrable, se casará con la nieta del segundo fundador.
         El afán por saber de Alberto se contagia al lector. Y no sólo eso. También es contagiosa la implicación que supone toda escucha auténtica. Alberto va sabiendo de sí conforme va sabiendo de la historia de las dos familias, y del mismo modo se van removiendo los recuerdos y las experiencias del lector.
         Con ser esto de gran importancia en la valoración de una obra literaria, me parece más importante todavía un aspecto que comparte también Alberto y el lector: la falta de verdades absolutas sobre el pasado. Aquí tengo que pararme un poco.
         Toda la historia de la novela, desde el Quijote, está sustentada en la idea relativista de la verosimilitud y no en la absolutista de la verdad. Esto no significa un relativismo en el sentido técnico del término, pues no se trata de que todo punto de vista sea igual de valioso. Conviene desbrozar un poco la maleza que los tópicos han ido generando sobre el asunto. Decir, con Ortega, que toda perspectiva es valiosa, que lo que se ve desde una no puede verse desde otra, y que todas son insustituibles, no es decir que todas las opiniones poseen el mismo valor. Y es que Ortega deja muy claro que la perspectiva ha de ser fiel a sí misma, es decir, entre otras cosas, tener en cuenta el momento histórico en que tiene lugar. El hombre ha de asumir su perspectiva. Y es justo eso lo que no ocurre, lo que hace de muchas perspectivas perspectivas falsas, desde las que no se ve lo real sino su deformación. Pero, dicho esto, en efecto, cualquier perspectiva auténtica, sincera, ve una parte de la realidad y ha de saberse limitada. Esa tesis, que Ortega desarrolla teóricamente en su filosofía, nos la muestra desde Cervantes la historia de la novela. La ambigüedad, la complejidad de lo real, es el hilo conductor de ese género tan ambiguo a su vez llamado novela, y que está tan vinculado a la idea de Europa. Pues bien, yo creo ver ese aspecto en el modo en que el pasado aparece en la novela de Jesús. "El problema", dice Alberto, "es que parece como si el pasado se fuese volviendo más y más profundo a medida que nos adentramos en él, como si se ahondase y se volviese más oscuro cuanto más lo miramos".
         Unido a este carácter de complejidad, de ambigüedad, de matiz, que la novela como género lleva inscrito, está el de la continuidad: toda obra lleva dentro de sí la experiencia anterior de la novela. Esto puede parecer conservador, en la medida en que es una reivindicación de la tradición, pero en esta cuestión quien más avanza es quien más conserva. Ese espíritu de continuidad, de asunción del pasado de la novela, aparece claramente, para desgracia de Jesús, en esta.
         Porque me temo que tanto este rasgo, la vinculación a un pasado que se asume, como el anterior, la complejidad de la mirada,  va contra los tiempos, que estar a la altura de los tiempos en novela es estar contra el espíritu de nuestro tiempo. Los dos rasgos mencionados contrastan dolorosamente con estas dos señas de identidad de nuestro mundo: la simplicidad y la actualidad. El hoy parece agarrarse a pretendidas verdades romas y sin matices y vivir no en un presente, sino en una actualidad sin densidad alguna.
         Por eso a la hora de escribir una novela se ha de elegir entre escribirla dentro o fuera de la historia de la novela. Si se hace lo primero, pretenderá ser una obra, con voluntad de perdurar y de ser un puente entre el pasado y el futuro. Si se opta por lo segundo, se hará algo tan actual como falto de futuro.
         Sólo quien está dentro de la historia puede dar un paso adelante, puede decir algo nuevo. Sólo quien ha asumido las voces del pasado puede encontrar su voz, esa voz que es una perspectiva, única e insustituible.
         Estoy de acuerdo con la idea de Milan Kundera de que la única razón de ser de la novela es decir lo que sólo la novela puede decir. Me interesa destacar este punto porque nos va a servir de puente entre lo que acabamos de ver, los dos elementos esenciales de toda novela, y la novedad de esta  novela. Hoy día hay mucha novela que podríamos llamar divulgativa, es decir, que comunica un conocimiento que no es novelesco en un formato novelesco. Si algo caracteriza esta novela de Jesús es que lo que en ella hay dicho no puede decirse de otro modo. El que la historia ocupe un lugar importante en ella no quiere decir que sea una lección de historia. Incluso si se diera en dosis mayores, seguiríamos estando en una auténtica novela. No hay que confundir el que una novela explore la dimensión histórica del hombre con el que una novela ilustre una situación histórica determinada. En el primer caso lo que se hace sólo puede hacerlo la novela. En el segundo, ese conocimiento podría transmitirse de cualquier otro modo.
         El conocimiento que a lo largo de la lectura de A quienes la noche no calma vamos a ir adquiriendo sólo puede ser dicho en forma novelesca. Encontrar eso hoy es menos frecuente de lo que pudiera suponerse. Y ese conocimiento, como se verá al leerla, está en consonancia con la manera de sentir, la sensibilidad, que late por debajo de la superficialidad de nuestro tiempo. La forma de abordar el material levanta en nosotros resonancias que sentimos como nuevas en la historia, de las que diríamos que nos ha tocado vivir a nuestra generación, que pertenece a nuestro punto de vista sobre el mundo, a la porción de realidad que nos es dado ver desde donde, en el siglo XXI, nos hallamos. Un ejemplo lo tenemos en ese tratamiento del tiempo que hemos mencionado al hablar del prólogo, esa subversión de la concepción lineal del tiempo. Otro lo tenemos en la creación de sentido inherente a las palabras. Cuando vemos a Alberto dudar de su condición de testimonio objetivo de la historia y creer que ésta se va haciendo con las palabras de él, nosotros también sentimos que intervenimos en los acontecimientos, porque nuestra interpretación, nuestra forma de contarlos y contárnoslos, es una ordenación de ellos, y la narración nos deja a nosotros, como deja a Alberto, esa libertad de ordenar. Una libertad que es a un tiempo condena y don.

 CONCLUSIÓN

         Debutar con una novela así, en fin, no es sólo sorprender a sus amigos; es también, salvado el prejuicio de que nadie conocido puede escribir de este modo, procurarnos la alegría que sentimos al descubrir un nuevo autor del que sabemos que, a partir de ahora, esperaremos ansiosos el siguiente libro.
Juan Fernando Valenzuela Magaña

domingo, 10 de agosto de 2014

Rosa cortada

 Cuento publicado en la revista de literatura Angélica, número 8, Lucena 1997-1998. Hoy lo escribiría de otro modo...

ROSA CORTADA

              En ese momento la cabeza de la chica que estaba sentada a mi lado cayó sobre mi hombro como rosa cortada. El autobús tragaba carretera y en la penumbra de su interior dormitaba la mayoría de la gente, yo también lo hubiera hecho instantes después si la cabeza de la chica no se hubiera tronchado sobre mi hombro. Yo no la conocía, me había sentado a disgusto a su lado, a disgusto no por ella, que, aunque con los ojos cerrados, o tal vez por ello, poseía una elegante belleza, sino por tener que ocupar yo el asiento de pasillo (pero ya sólo quedaban asientos de pasillo). Soy muy tímido, y sabía que aunque despertara no le propondría un cambio de sitio, y por supuesto ni siquiera pensé (lo pienso ahora que ya sé) en despertarla para hacerlo. Aunque la situación era incoherente, porque ella dormía igual en un asiento que en otro, mientras que yo, despierto, necesitaba la ventanilla para recordar el fin de semana mirando el cielo nocturno y reconociendo constelaciones. A eso pensaba dedicar mi viaje en penumbra, tal vez también a dormir si me entraba el sueño como a ella y como a la mayoría de los ocupantes del autobús.


             Fue segundos después de acomodarme, y unos minutos antes de que la cabeza de la chica, truncada, cayera sobre mi hombro izquierdo, cuando noté su primera mirada. Me refiero a la de los ojos del conductor, que se fijaban en mí desde el espejo retrovisor. Fue una mirada extraña, parecía querer decirme algo, advertirme de algo. La repitió dos veces antes de la caída de la cabeza como cercenada rosa sobre mi hombro. A partir de entonces su frecuencia aumentó. No pasaban dos minutos sin que echara una o más miradas, a veces fugaces, pero todas compuestas de inquisición y aviso.
       Tal vez la timidez a la que he aludido antes explique el hecho de que a mi edad, treinta años, nunca he conocido mujer. No sólo es que no he tenido nunca novia, ni siquiera un ligue breve o efímero, es que ni siquiera he tenido una amiga. La mujer es para mí un territorio tan desconocido como peligroso (por lo mismo, irresistiblemente atractivo). Me dan miedo las mujeres, tienen otra lógica, otra cosmovisión, otro lenguaje. Y nunca he podido traducir bien sus palabras, entender sus creencias, comprender sus razonamientos. Por eso cuando la cabeza de esa chica, de fina belleza (aunque cuando alguien duerme parece más hermoso, también más desprotegido) se derrumbó sobre mi hombro, no supe qué hacer. Primero pensé en moverlo suavemente, tal vez en una fingida y prolongada tos, de manera que su cabeza se zarandeara y ella despertara en una confusión que le permitiera dudar de la almohada utilizada, con lo que se reduciría la violencia de la situación. Pero hubo algo que detuvo la traducción de mi pensamiento a intención (y, por tanto, de ésta a acción) y cualquier otra idea orientada a alejar la cabeza de mi hombro. Y fue el perfume que subía de sus cabellos. Era una colonia cara, sin duda, y su olor combinaba la delicadeza con un cierto desenfado, como esos ricos de toda la vida que pueden ser exquisitos sin permanecer estirados y distantes. Me excitó, he de confesarlo, era como si su alma subiera envuelta en ese aroma y entregándose a mis narices. Entonces descubrí otro matiz en la colonia antes no percibido: desvalimiento, anhelo de protección. Algo delicado, elegante, desenfadado, abierto y vulnerable, tremendamente vulnerable. Me sentí por un momento una persona normal, con una novia o una amiga que se duerme a mi lado en el autobús y reclina sobre mi hombro su sueño. Normalmente yo me siento más indefenso que cualquier mujer (¿será por eso por lo que mi relación con ellas es tan... inexistente?), pero en este caso me envalentoné, tal vez de un modo algo ficticio.


     Fue ese arrojo momentáneo y un poco forzado lo que me llevó a dejar de prestar atención a las miradas extrañas del conductor y desplazar cuidadosa y lentamente la pierna izquierda en busca de la derecha de mi protegida. Pronto rocé su pantorrilla y su muslo y sentí un fuego subiendo por mi interior. No era la primera vez, de hecho este tipo de cosas, y lo confieso con vergüenza, constituyen mi única vivencia de la sexualidad. El contacto en un autobús, sobre todo urbano, donde la gente va enlatada y de pie, o en la cola de un cine,  los gemidos de placer de mis vecinos robados con un vaso en la pared, el cuerpo en camisón rojo de la estudiante del piso de abajo, por la ventana del patio interior, son mi erótico mundo de voyeur, de écouteur o de toucheur.  Todo lo que me excita es robado, arrancado a las mujeres sin su permiso ni su consciencia.


       Mi deseo pedía más riesgo y moví el brazo hasta tocar  el cuerpo de ella. No tardé mucho en darme cuenta de que lo que rozaba era su costado y su pecho derecho, y no, como creía en un principio,  su brazo, que colgaba como muerto hasta terminar en una mano enterrada al fondo del asiento. Una llamarada me ardió el rostro y mis ojos se encontraron sin querer con los del conductor, que ahora añadían un tono de reprobación a su pregunta y su aviso. Pegué mi cuerpo al de ella un poco más y con cuidado, temiendo que se despertara en ese momento y se diera cuenta de lo que pasaba (aunque siempre es difícil saberlo o, si se sabe, demostrarlo, teme uno más quedar como un loco que inventa, o como un ególatra que interpreta que todo gira en torno a él), y acerqué mi nariz a sus cabellos para envolverme en su erótico perfume. Hoy me parece aberrante, pero bajo mis pantalones se produjo sin avisar un disparo líquido y yo temí que mi estremecimiento la despertara. No lo hizo, pero el grado de censura de la mirada del conductor aumentó y yo, con la vergüenza de los minutos posteriores (siempre es así, me siento culpable) me retiré un poco de ella aunque dejé mi hombro protector. Tal vez el conductor pensara que era mi novia, aunque podía haberse dado cuenta de que yo le pregunté antes de sentarme si estaba ocupado (ella no respondió, ya estaba dormida). De todos modos, aprovecharse de una durmiente, novia o no, debe de estar mal.
    Pero por mucha vergüenza que entonces sintiera, no fue nada comparada con la que vino a continuación, cuando el conductor gritó en voz alta despertando a todo el autobús:
   —A ver, caballero, usted, el del hombro... Sí, usted (yo me hundía el índice en el pecho). ¿Esa chica es su acompañante?
   —No —dije, y la voz me temblaba—, no la conozco, de pronto su cabeza se ha echado en mi hombro...
   Y la miré y me sorprendió que con nuestra conversación ni se hubiera inmutado.
   —Es que ha subido borracha, muy borracha. La he observado: se ha sentado ahí y se ha dormido. Cuando usted se sentó, volcó la cabeza y no la ha movido desde entonces.
  —No sé qué quiere usted decir... —respondí después de un silencio, pero sí lo sabía, y por eso, sin que el conductor pudiera verlo, yo tomaba el pulso a la muñeca de la protegida de mi hombro y comprobaba con angustia que de nada había servido mi protección.

Juan Fernando Valenzuela Magaña
                                                                                 


jueves, 31 de julio de 2014

Las manos de Escher

Texto finalista en el concurso de relato corto de Ciguñuela de 2005, y publicado por el Ayuntamiento de Ciguñuela (Valladolid). Incluido en el libro Cuentos rotos, Edinexus, 2012.



LAS MANOS DE ESCHER
I o II

            Estoy en una ciudad extraña, sentado en la terraza de un bar junto a una fuente con cubos en el centro. Me he escapado de mi casa. Esa es al menos la sensación que tengo, aunque frise los cuarenta años y viva solo en la de mis padres desde que murieron hace pocos años.
            Nunca he estado en una ciudad tan grande, y ayer me pasé todo el día simplemente mirando a la gente, sus ropas, su manera de andar, sus gestos, sus palabras, sus risas, sus bolsas, sus maletines, sus miradas. Todo es distinto aquí, hasta el aire, no huele igual.
             No sé bien qué hacer con mi libertad, no tenía otro propósito que el de escaparme y, cuando lo he hecho, me pregunto: ¿y ahora qué?
            Por lo pronto, he comprado un bolígrafo y una libreta y, supongo que influido por alguna imagen del cine o alguna olvidada lectura, me he sentado en la terraza de un bar y he pedido un café dispuesto a escribir. La taza está vacía desde hace ya una hora, pero no estoy acostumbrado a la tarea, y me distraigo mucho mirando la gente que pasa o que se sienta cerca de mí. Podría pedir otro, pero cuanto antes se me termine el dinero antes terminará mi escapada y antes volveré a mi pueblo.
            Aunque mi lentitud también se debe a otro motivo: no sé qué escribir. Supongo que hay dos tipos de escritores: los que tienen ideas y necesitan escribirlas y los que quieren escribir y necesitan ideas. Algo así ocurre con el amor: los hay que están enamorados y buscan mujer y los hay que tienen una mujer que los encamina al amor. Yo quiero escribir y busco ideas.
            Quién sabe cómo nacen éstas, pero el caso es que hacía diez minutos que acabé el párrafo anterior cuando he sentido en mi cogote la mirada impaciente del camarero y entonces ¡ahí estaba! Estimulado sin duda por la necesidad de aprovechar un tiempo que cada vez se me hace más incómodo (no me pienso pedir nada más, no) he pensado en ella.
            Ella es una joven extranjera, de turismo en esta ciudad. Viaja sola, como yo, pero no se ha escapado. Hay países donde la gente joven considera importante para su formación viajar sola a países europeos, sobre todo europeos. La imagino con minifalda, una minifalda escandalosa incluso en esta gran ciudad, porque la gente se para a mirar sus piernas. Estaría sentada en un banco que hay a unos metros, delante del edificio principal de una Caja de Ahorros.
            No sé bien qué hace, si está dibujando algo (la fachada, por ejemplo) o si escribe una postal para sus padres, incluso para su novio. Quizá en ella le diga, en su idioma, claro: “Noto las miradas de la gente sobre mis piernas desnudas. Es como si unos dedos de calor repiquetearan constantemente en los muslos. Sobre todo en los muslos.” Él, claro no se sentirá ofendido, leerá complacido y con una sonrisa esas palabras. Ni siquiera pensará: “Yo estoy por encima de ese tipo de celos” (en su idioma, claro), porque pensar eso es tenerlos un poco. No pensará nada, en eso consiste la ausencia de celos, del mismo modo que el verdadero ateo no es el que niega a Dios, sino el que no se pregunta ya por Él. Aunque podría ser un país culto y pequeño, con un idioma extraño, Hungría por ejemplo, algo conozco del alma húngara. En ese caso el novio no adoptaría esa actitud.
            Pero ahora pienso que no dibuja ni es una postal sobre lo que está inclinada, sentada en el banco frente al banco, las piernas juntas sosteniendo, sí, una libreta como la mía. La húngara está escribiendo un cuento. Se siente incómoda por las miradas de la gente, piensa que acaso alguien la puede confundir con una fulana (ya le ha pasado, en la misma ciudad) y ofrecerle dinero a cambio de quitarse el escaso trozo de tela que parece una tilde sobre sus piernas. O puede que no, que en el fondo le guste esa sensación de ser observada.
            Imagino qué escribe.


II o I

            Es como si unos dedos de calor repiquetearan en mis muslos, así noto sin levantar la cabeza las miradas de la gente que pasa. Es un calor tibio, agradable, como el del sol que aparece y desaparece según se descorra o corra la cortina de las nubes. Aquí me miran de un modo distinto, más sano que el de mi país, donde todo es turbio y viciado. A eso debe de oler en Hungría, a agua corrompida, aunque yo no lo sepa porque nadie percibe la propia atmósfera, mientras que en España huele a jovial despreocupación, a saludable cercanía. Es un olor puro el de aquí, con todos los matices expuestos en su claridad, no como el de Budapest, denso y con pliegues, con doblez pastosa. Siento lo que siente el que se escapa provisionalmente.
Sólo en una pesadilla se me ocurriría ponerme allí esta minifalda, que compré por juego hace años. “No te pondrás eso, ¿verdad?”, dijo mi novio al verme echarla a la maleta. Él no entendería estas miradas que siguen lloviendo sobre mis piernas, pensaría que la gente me mira como él y como todos los húngaros, con sinuosos ojos , con la pupila como el doble fondo de las maletas.
Es éste un país que me inspira, escribo más libremente en él, sin ese dolor con que siempre me pongo ante el folio en blanco. Es como si me diera un poco igual que lo escrito salga mejor o peor, y decidiera disfrutar del ruido de la pluma cuando araña la hoja y de la impaciencia de las ideas cuando trotan en mi mente.
Siempre me ha gustado lo español, de niña leía embobada una versión infantil y magiar de la historia de don Quijote y luego aprendí el idioma correctamente. En él escribo esto, y no es poco lo que debo a un joven que conozco del chat. Me hubiera gustado verlo, pero pedirle que salga de su pueblo es como pedir, en una expresión española que me gusta, peras al olmo. Y si me ve aparecer en él sufriría un ataque.
 Tal vez me haya atraído siempre España porque los españoles son como nosotros, también tuvieron un Imperio y lo perdieron, también tienen ese orgullo del que ha fracasado por circunstancias ajenas o por su propio exceso de espíritu. Pero, a diferencia de nosotros, se ríen de su derrota y la desprecian, hay una mezcla curiosa de estoicismo y epicureísmo que les permite gozar de lo que tienen como si eso que tienen coincidiera exactamente con lo que quieren. Nosotros no, nosotros somos más serios y más llorones, nos lamentamos mirando las glorias pasadas como si las lágrimas las fueran a resucitar. Tenemos el paladar hipersensible al agridulce placer que proporciona amasar el dolor, revolcarse como cerdo en él.
He levantado la cabeza y he sorprendido algunos ojos mirando mis piernas. Pero los míos se han parado en la terraza de aquel bar. Estaría mejor allí que en este banco, pero debe de ser cara la consumición. Todo cuesta aquí más que allí, y además no es mucho el dinero que tengo (sí el esfuerzo y el tiempo que me costó ahorrarlo).
Me sentaría en esa mesa vacía y soleada de allí. Como no puedo, sentaré a un hombre, un hombre español provinciano como mi colega de chat, aunque de más edad, sobre unos cuarenta años, escapado de su casa, aunque a nadie tiene que rendir cuentas porque vive solo, sus padres murieron hace años. Apenas ha salido de su pueblo a lo largo de su vida, y este viaje es una suerte de liberación, todo le parece nuevo y todo lo mira con asombro. Incluso, algo insólito en él, se compra una libreta y un bolígrafo y, sentado al sol de esa mesa, con una taza pronto vacía, se pone a escribir.
Imagino qué escribe.



Escher, Manos dibujando, 1948



Portada del libro editado por el Ayuntamiento de Ciguñuela 





 Portada de Cuentos rotos, Edinexus, 2012. http://edinexus.com/cuentos-rotos/

lunes, 28 de julio de 2014

La luz en el pozo

Segundo premio en el VII Certamen Literario Villa de Navia, publicado en un libro editado por el Ilustre Ayuntamiento de Navia y Cajastur en 2005. Publicado también en la revista Stella de 2004.


LA LUZ EN EL POZO

A mis padres

            La materia de la que estoy hecho, el casi definitivo olvido, se estremece al irrumpir mi voz en estas páginas. Cómo no temblar al dirigirme a ustedes, vecinos del lugar donde, hace más doscientos años, pasé los mejores de mi vida. Y cómo, al mirar las vuestras, no transcribir con profunda tristeza las palabras de mi amigo Jean-Jacques, el ginebrino que, él sí, ha conseguido hasta hoy burlar al olvido: “¡Qué de recursos para el bienestar, qué cantidad de comodidades desconocidas para nuestros padres, cómo gozamos de placeres que ellos ignoraban!/ Es cierto, tenéis la comodidad, pero ellos tenían la felicidad; vosotros sois razonadores, ellos eran razonables. Vosotros sois educados, ellos eran humanos; todos vuestros placeres están fuera de vosotros mismos, los suyos estaban en sí mismos.” Sí, también esas palabras tienen más de doscientos años y la discreción que los asuntos de faldas imponen me impiden aclarar a qué señora iban dirigidas.
            Pero ustedes no saben aún quién soy. Mi nombre es Francisco Pedro Martínez, y fui prior de este pueblo, entonces aldea, en el segundo cuarto del siglo XVIII. Si bien algunos de ustedes me conocen por haber sustituido el altar mayor de la iglesia y haberlo luego cambiado de sitio (debo esta mínima gloria a D. Miguel Nieto, así como mi fama de mal gusto artístico), hasta unas generaciones después de mi marcha se pronunció mi nombre con una entonación de misterio, a veces respetuoso y venenoso a veces. Y ello por los siguientes motivos: mi vasta cultura, que yo no exhibía pero que tampoco ocultaba continuamente, mis “desapariciones” periódicas y mi amistad con una niña ciega.
            Es de esto último de lo que quiero hablar ahora que un vecino de este pueblo me presta su voz, esta revista sus páginas y ustedes su atención. No tanto porque esa niña sea el punto de apoyo de cuantas calumnias se vertieron solapadamente sobre mí (también se tragó el olvido esas mentiras y las bocas que las profirieron, “todo es efímero: el recuerdo y el objeto recordado”, meditó Marco Aurelio), sino porque no encuentro mejor manera de aprovechar este momentáneo rescate del olvido que rescatando a mi vez a una persona excepcional que en todo momento reflejaba al Creador.
            La conocí una mañana de 1746 en Úbeda. Recuerdo que discutía con mi amigo Fajardo el optimismo de un verso de Pope: “One truth is clear: whatever is, is right”. Ambos formábamos una isla en un mar de ignorancia. Sin mucha valentía, pertenecíamos al grupo que el ya fallecido obispo de Jaén Francisco Palanco había llamado novatores en el título de su libro Dialogus physico-theologicus contra philosophiae novatores, sive thomista contra atomistas, que había provocado un gran revuelo en el ambiente cultural español de nuestra juventud y la contestación de autores como el padre Jean Saguens, Zapata o el padre Juan de Náxera oculto tras el seudónimo de Alejando de Avendaño. A todos los habíamos leído deleitándonos en secreto con sus ataques, aunque nuestros maestros habían sido anteriores, Isaac Cardoso y Juan Caramuel.  Incluso habíamos viajado juntos al extranjero en nuestro período de formación y, cuando ahora uno de los dos lo hacía, traía libros y noticias del exterior, sobre todo de Francia. La niña me pidió una limosna, que yo le di distraídamente, sin dejar de hablar con Fajardo. Sólo reparé en ella cuando me preguntó: ¿Está seguro de que era esto lo que quería darme? Mire que me lo ha dado sin prestar atención. Entonces la miré y vi que era ciega. En efecto, le había dado un real queriendo darle un maravedí, pero su sagacidad y su honradez se lo merecían. Lo que más me sorprendió de todo no fue que una ciega de tan corta edad conociera al tacto el valor de las monedas, tampoco que una vagabunda sin recursos quisiera cerciorarse de que le habían dado lo deseado, sino que se hubiera dado cuenta de que yo había actuado con distracción. Interrogué a mi amigo sobre ella y me dio las referencias que sabía. Su nombre era Gregoria; su origen, Quesada. Un cosario de ese pueblo la trajo junto con carta del corregidor y buen ajuar a la Casa-Cuna de la Cofradía de San José, un día de invierno de hacía ocho años. Una hija ilegítima, aventuró mi amigo, por lo del ajuar. Y un auténtico milagro, añadió, nadie en esa Cuna sobrevive tanto.
            No necesité más de tres encuentros casuales para entender que Gregoria era especial. Tenía una inteligencia viva y rápida, y su oído y su tacto habían suplido la carencia con la que vino al mundo. Cuando le pregunté que cómo creía que era, me dijo: eres alto, hueles bien y tu voz es morena y sincera. A mi pregunta de por qué sabía que yo era alto, me contestó: tus palabras me llegan más de arriba abajo que las de la mayoría de la gente. Eres alto como las torres del Hospital de Santiago: ya no son torres/ que son macetas/ llenas de flores.
            Le gustaban los romances que traían los ciegos, y su prodigiosa memoria le permitía salmodiarme de memoria aquel que editaron en Úbeda sobre la manera de vivir de los gañanes en sus cortijos: Hoy mi lengua se prepara/ para poder esplicar/ de la jente cortijera/ decir la pura verdad. Pero les gustaban más los de guapos y bandidos: Ya subo por la escalera, /ya el verdugo me acomete/ creo en Dios Padre y Dios Hijo,/ aquí fué el dolor más fuerte;/ ya me sientan en el palo,/ mirando estoy á la gente,/ me retiran la cabeza,/ en un torno el cuello meten,/ y al decir su único Hijo/ á pelear voy con la muerte.
Hay mujeres, me dijo hablando de uno de esos romances, que pierden la cabeza por hombres guapos. Al menos a mí no me pasará eso. A lo que yo contesté: Tú sabes muy bien cuándo un hombre es guapo, aunque no lo veas. Y me expuso con la tranquila seguridad de quien lleva años dándole vueltas a una idea: Yo me casaré con un sordo, así le prestaré el oído y él a mí la vista.
            Recordé una operación de la que me habían hablado en una de mis escapadas a Francia, siendo ya prior en Navas. Un cirujano londinense, llamado Cheselden, a finales de la década de los veinte, había operado con éxito de cataratas a un joven de 14 años ciego de nacimiento. La operación se comentaba en círculos intelectuales en relación con el por entonces famoso problema de Molyneux. William Molyneux era un científico irlandés que expuso en una carta al filósofo Locke la siguiente cuestión: supongamos que un hombre adulto ciego de nacimiento capaz de distinguir mediante el tacto un cubo de una esfera (hechos del mismo metal y aproximadamente de igual tamaño) adquiere la visión y tiene ante sí, sobre una mesa, el cubo y la esfera mencionados. ¿Podría decir sin tocarlos cuál es el cubo y cuál es la esfera? Tanto Molyneux, como Locke, que a finales del siglo XVII divulgó el problema, respondieron que no. Berkeley se adhirió a esta respuesta. Voltaire —hoy puedo pronunciar este nombre sin temor a represalias— importó la cuestión a Francia, de la que se ocuparía luego (pero esto lo supe después de que Gregoria muriera) La Mettrie, Diderot, Buffon y Condillac, este último sosteniendo que el tacto es el sentido de la objetividad, el que enseña a los demás a proyectar sus sensaciones al exterior, el que nos saca de nosotros mismos.
            Yo había leído algo de la polémica suscitada por esa carta de Molyneux, que encubría la lucha entre el racionalismo y el empirismo, el a priori y la experiencia, la realidad y los sentidos. Me había incluso apasionado un tiempo con los argumentos de unos y otros. Pero, al conocer a Gregoria, todos esos debates se iluminaron bajo una nueva luz, cobraron un calor especial, como si ella me hiciera comprenderlos mejor y como si ellos me hicieran querer de un modo muy cercano a la niña ciega.
            Entonces pensé en otra “escapada” a Francia. Afortunadamente, mi ayudante en la iglesia, el licenciado Manuel Antonio de la Villa, era un hombre en quien se podía confiar, y a su cargo dejé la feligresía.
            A través de mi amigo Jean-Jacques, que la posteridad, es decir, vosotros, conocéis como Rousseau y como pensador, pero que entonces intentaba destacar como autor teatral y como compositor, conocí a Diderot. Acababa de publicar una obra que había sido condenada y de meterse con d´Alembert en el proyecto de la Enclopedia. Hablaba por los codos y de todo, de política y teatro, de historia y de traducción, de filosofía y de artesanía. De todo y, por fin, de lo que a mí me interesaba y por lo que mi amigo me había llevado allí. En efecto, me habló de Saunderson. Era éste un matemático inglés, ciego desde que tenía un año, que dio clases en Cambridge. Pero no sólo explicaba las matemáticas; también — y asombraos conmigo— hablaba de óptica, daba discursos sobre la naturaleza de la luz y de los colores y exponía la teoría de la visión. Este hombre sin duda excepcional había diseñado máquinas que le permitían hacer cálculos algebraicos y estudiar la geometría. Diderot me explicó en qué consistían y cómo se manejaban. Meses después volvió a hacerlo, para el público en general, en una carta que lo llevó a la cárcel, Carta sobre los ciegos para uso de los que ven.
            Cuando regresé, construí yo mismo los artilugios de Saunderson y fui a Úbeda por la niña. Como no la encontrara, pregunté por ella, y unos zagales me dijeron que la habían detenido y que la estaban juzgando en ese mismo momento. Unos chicos se habían metido con ella, lanzándole burlas y piedras mientras decían estoy aquí, ahora aquí, ¿dónde estoy? Gregoria cogió una de esas piedras, se quedó quieta y atenta un momento y la arrojó directamente a la frente de uno de ellos. Llegué a la sala donde el corregidor la interrogaba y me quedé al fondo. Mientras ella volvía la cabeza y me decía me alegra tanto que esté usted aquí, aquél pronunció estas palabras: Si vuelves a hacer eso te echaré al fondo de un pozo. Gregoria, volviéndose ahora hacia él, respondió con inverosímil serenidad: ¿Dónde cree usted que estoy desde que nací?.
Me traje, pues, a Gregoria a Navas. Mi sobrina Mª Juliana la alojó en su casa, pese a las reticencias de su marido, Pedro Salido. La ceguera de la niña despertó la superchería de parte del pueblo, y su rápido aprendizaje, en vez de ser atribuido a su voluntad y su inteligencia, se relacionó con el diablo. Tales venenos destila a veces la ignorancia.
            Enseñar a la niña fue el modo más hermoso que tuve de aprender en una vida llena de libros. Descubrí entonces que entender algo es saber mirarlo, y por primera vez comprendí muchas cosas que erróneamente creía saber.
            No sólo conocía romances pícaros y macabros la niña. Su mente infantil se había nutrido sobre todo de historias mágicas de cuya autenticidad no dudaba, como la transportación por el diablo del obispo de Jaén. He de decir que, de no tener yo historias verdaderas tan hermosas como las falsas en que ella creía, dudo mucho que se las hubiera desvanecido como lo hice. Pero arremeter con argumentos contra la superchería y la superstición, los burdos embustes y los falsos milagros, no suponía acabar con el misterio del mundo y su encanto y sus portentos, sino precisamente lo contrario, la admiración de lo cierto y no inventado y, sin embargo, mirífico. ¡Cómo creer que el obispo de Jaén amaneciera en Roma cubierto de la nieve que le había caído a su paso por los Alpes y, al mismo tiempo, se dijera que el diablo intentó hacerle pronunciar el nombre de Jesús para dejarle caer sobre el mar! ¿De Jaén a Roma a la vez por tierra y por mar? Pero es que además en esta historieta se cumple esa ley que tan bien expuso Benito Jerónimo Feijoo, según la cual las noticias llamativas son retocadas en cuanto al lugar y a los protagonistas para hacerlas más cercanas y, por tanto, más atractivas. En efecto, esta historia, le decía yo a la niña, se cuenta también de San Atendio, obispo de Visitaña. Pero ni hay santo con aquel nombre ni diócesis con este. Y seguía de este modo desbaratando su fábula.
            Tanto le maravillaba mi destrucción de sus falsos castillos como en su tiempo la construcción de ellos por parte de gente ignorante y crédula. Disfrutaba desplegando su agudeza sobre algunos de estos cuentos. Así, ella misma me dijo que dos hombres de su pueblo aseguraban haberse topado, perdidos, en un lugar desierto, con cuatro gigantescas y horribles figuras que eran, decían ellos, demonios, de los que huyeron espantados. Pero, añadía la niña, ¿cómo, si eran realmente demonios, no pudieron darles alcance?
            No la hizo esto, sin embargo, escéptica, sino crítica y prudente. Y, por supuesto, cuando había pruebas suficientes, no dudaba de la realidad del hecho, por extraño que fuese. Como cuando, hablando de su ceguera, le relaté malformaciones mucho peores en la Naturaleza. Le hablé así de una liebre de Alemania que tenía dos cabezas y ocho pies, de modo que cuatro correspondían a una, y cuatro a otra, mirando, cabezas y pies correspondientes, a partes opuestas. Cuando la liebre era perseguida en la caza, corría con cuatro de sus pies mientras los otros cuatro descansaban y, al fatigarse, se volteaba y seguía corriendo dando descanso a los pies que le habían permitido hasta ese momento huir. Pero también en seres humanos ocurren cosas de ese tipo, le exponía, como un infante de dos cabezas, dos cuellos, cuatro manos, y el resto como de un individuo solo, nacido en Medina-Sidonia dos años antes que ella. El caso fue objeto de discusión filosófica y teológica, porque, al considerarse arriesgado el parto, fue bautizado en el primer pie que sacó. ¿Eran dos individuos o uno? Si eran dos, ¿ambos quedaron bautizados? Se discutía por entonces si era la duplicidad de cerebros o de corazones la que permitía dilucidar si esos monstruos eran dos individuos o uno solo. Yo sostenía la tesis de Feijoo de que la clave estaba en el cerebro, y le contaba a la niña que sin corazón se podía vivir algún tiempo, como le pasó a un hombre al que los Indios sacrificaron a sus ídolos arrancándole el corazón; tras caer por casi treinta escalones, dijo: Oh nobles, ¿por qué me matáis? Por supuesto, hay que descontar para esta argumentación los milagros, como el de San Dionisio Aeropagita que, degollado, tomó su cabeza en las manos y caminó así dos mil pasos.
            Mas no todo eran sesudas disquisiciones y laborioso aprendizaje. También gustaba mucho Gregoria de chistes y sucesos graciosos, y yo alimentaba su paladar. Varias veces me hizo que le contara la historia del eclesiástico de poco entendimiento al que, en Roma, le hablaron en latín y, pensando que era italiano, dijo a los que le rodeaban: Como no sé la lengua italiana, no puedo responderle: que si me hablara en latín, le había de confundir. O aquella ocasión en que en un corrillo se burlaban de lo grande que era el pie de Quevedo. Éste dijo que había otro mayor en el corrillo. Como todos se miraran los pies y comprobaran la falsedad de lo dicho, se lo echaron en cara al escritor, el cual respondió sacando el otro pie, que tenía retirado y que, en efecto, era mayor. Le gustaba también mucho aquella historia donde una moza que llevaba delante una burra cargada de algo se encontró con un caballero al que agradó. ¿Dónde vas?, le pregunta él a ella. A mi lugar, responde la moza. ¿Y cuál es éste?. Las Navas —seguía yo las reglas de estos cuentos y lo acercaba a nuestro entorno. Entonces, dice el caballero, conoceréis a la hija de Juan Tauste. Sí, claro, dice ella. Pues llévale este beso de mi parte, dice el caballero intentando besarla. A lo que la moza responde: señor, si tenéis tanta prisa en mandar el beso, dádselo a mi burra, que va delante de mí y llegará antes.
            Pero sin duda su gracia favorita era la de aquel hombre que llegó a un pueblo diciendo que rejuvenecería a las viejas. Varias lo creyeron y le preguntaron qué habían de hacer. Él les contestó que escribir cada una en un papel su nombre y edad. Había de setenta, de ochenta, de noventa años, y todas pusieron fielmente el número. Al día siguiente el pillo dijo que una bruja envidiosa le había robado las papeletas y que volvieran a hacerlas. También les dijo que el procedimiento consistía en quemar viva a la más vieja y en que las demás comieran una porción de sus cenizas. Todas se quitaron años entonces a la hora de ponerlos en el papel: la de noventa se puso cincuenta, la de sesenta, treinta y cinco. Así, el pícaro recogió las papeletas y, sacando las del día anterior, dijo: ya lograron vuesas mercedes lo prometido, ya todas se remozaron, usted que ayer tenía noventa años hoy tiene cincuenta, usted, con sesenta ayer, hoy goza de treinta y cinco.
            Ya volaba, aunque tímidamente, el rumor que acabaría devolviendo a la niña a las calles de Úbeda, cuando intentaron robar en la ermita. Las alhajas de la Virgen de la Estrella fueron de nuevo objeto de la sacrílega codicia de los ladrones. Sin éxito, porque la providencia quiso que los objetos valiosos se hubieran trasladado a la iglesia parroquial con motivo de las proyectadas obras en la ermita. El intento de robo indignó mucho a la niña, de un modo tal que me hizo pensar que acaso nuestros sentidos tengan algo que ver en nuestra manera de entender el mundo y, por tanto, en nuestra moral. Un ciego es más vulnerable al robo que un vidente, y por tanto este pecado más condenado en su corazón.
            Fue con motivo de este hecho que le comenté que años atrás, en los tiempos inseguros de Carlos II, se utilizaban unos subterráneos que en la ermita había, de los que apenas se tenía ya noticia. Entusiasmada con esta historia, me insistió en que la dejase merodear por ver si los encontraba. Asombrado me quedé al comprobar que, mediante el sonido que las paredes hacían, descubrió un trozo falso de una que daba acceso a una galería subterránea. Me convenció para que rompiera parte de él, y se introdujo por la oquedad. Recorrió la galería con la velocidad de un murciélago, a juzgar por los ruidos de sus pasos que yo, incapaz de aventurarme a oscuras, a más de que no cabía por el estrecho agujero, oía desde la recién abierta entrada. Entonces apareció con una figurilla, una minúscula estatua de lo que parecía ser un dios, o tal vez un héroe, griego o fenicio, o incluso ambas cosas a la vez, quizá el Heracles-Melqart tan querido de Aníbal. Cuentan que éste conservaba una estatuilla que lo representaba y que había pertenecido a Alejandro Magno. Nada cuesta soñar, si tenemos en cuenta la posibilidad de que Aníbal pasara por aquí, que se trate de la misma. Se encaprichó Gregoria de la imagen y, aunque no era muy aficionada a las historias bélicas y me había costado hacerle entender las guerras púnicas, no se separaba de ella. Cuando esa circunstancia fue conocida, el rumor se avivó grandemente, y hubo quien dijo que la figura era diabólica y la niña una bruja en ciernes o incluso consumada. Sólo así, decían, puede saber tanto con tan corta edad y con tan inexistentes luces.
            No más, y aun menos, tenían ellos que la pobre niña. Porque de nada sirve la vista si la conducen prejuicios y errores, más que para desviarnos del camino de la verdad ufanándonos de nuestra ignorancia.
            Pero Gregoria volvió a Úbeda, una vez la situación empeoró para mí y, sobre todo, para ella. Justo es reconocer que hubo gente que en silencio e incluso sin él la apoyaban. Pero el ambiente se había enrarecido demasiado y la prudencia aconsejaba que se marchara. Habían pasado cuatro años desde que la conocí y apenas dos desde que comenzara a darle clases.
            Ignoro si su vuelta a la mendicidad después de unos meses de cierta comodidad influyó en la enfermedad que la llevó al Hospital de Santiago (“ya no son torres/ que son macetas/ llenas de flores”), donde podían escucharse las quejas de moribundos y enfermos contagiosos, en un año que la historia recordará como uno de los más hambrientos y mórbidos en la Úbeda de mi siglo. Quiero pensar, sin embargo, que una criatura tan pura había nacido en un lugar y un tiempo equivocados. Siempre lamenté no haber estado en sus últimos minutos junto a ella, aunque sé que murió tranquila y feliz. No de otro modo pudo ser si tenemos en cuenta que lo hizo el 1 de mayo de 1751, cuando celebrábamos la misa en la ermita de la Estrella. Sin duda la Virgen la ayudó en el tránsito. Cuando, días después, fui a verla en vano, me dieron la noticia y me entregaron la figurilla que, dijeron, encontraron apretada en su mano.
FIN


NOTA. Creo oportuno hacer constar que, salvo alguna excepcional licencia, todos los personajes de este cuento existieron o dejaron de hacerlo en las fechas señaladas (incluida la más sospechosa, la de la muerte de Gregoria). Mi tarea ha sido soñar una historia que los relaciona y que sólo el azar que elige uno de entre los caminos posibles pudo hacerla o no real. O tal vez decir esto sea presunción por mi parte y yo haya sido no más que el instrumento para que el doctor  Francisco Pedro Martínez pudiera narrar la historia que vivió o que quiso vivir.

Juan Fernando Valenzuela Magaña