Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 26 de febrero de 2024.
Puede leerse aquí.
Uno rompe el blanco del papel al escribir. En este blog encontrarás los artículos publicados en el diario Jaén y otras publicaciones mías o noticias de ellas.
Publicado en la revista de San Juan de 2023.
EDUARDO SÁNCHEZ GARRIDO
Qué raro haber nacido en Navas de San Juan a
final de 1841 y haber ido a Madrid en 1859 a estudiar Derecho y Ciencias, haber
asistido a la celebración en febrero de 1860 de la toma de Tetuán, haber visto
las obras en la Puerta del Sol y el chorro de la fuente de 30 metros de altura
(“¡Oh maravilla de la civilización, que pone los ríos de pie!”, cantó Manuel
Fernández y González), haberse cruzado por la calle con Mesonero Romanos, con
los hermanos Bécquer y con Galdós, haber leído El Nene, La Iberia, La Discusión, haber visto el paso de la
chistera al bombín y el refinamiento de los cafés, haber presenciado las
acrobacias de Bondin en el estanque de El Retiro, y la ascensión del globo de
Madame Poitevin (que acabaría cayendo en Chamberí), haber asistido a la
peligrosa serenata en apoyo del destituido rector de la Universidad Central la
noche de San Daniel del año 65, haber viajado en tren desde Alcázar de San Juan
(la novedad del ferrocarril) hasta Madrid, haber acabado Derecho en el 67 y matricularse
de Teología el curso siguiente. Qué raro llamarse Eduardo Sánchez Garrido,
tener tres hermanas y dos hermanos, ser hijo de Luis Sánchez de Torres (secretario
del Ayuntamiento y juez municipal en Navas de San Juan) y de María Antonia Garrido
y ser nombrado en enero de 1869 fiscal en la Carolina y cesado en octubre del
mismo año, sin duda por lo ocurrido allí ese mes en el contexto del
levantamiento de los republicanos federales (el convulso siglo XIX español) y
que habría de llevarle a la cárcel de Jaén, donde se encontraba en abril del 70
cuando lo hicieron presidente honorario del Club
republicano de Navas de San Juan, poco antes de ser indultado.
Qué raro que pasen las estaciones y los
decenios y cambiemos dos veces de siglo y en un mundo entonces solo anticipado
por Julio Verne alguien del mismo pueblo pueda ver en una pantalla estos retazos
de la vida de Eduardo y evoque con tanta nitidez como si hubiera estado allí,
como si lo recordara, el sonido seco de los pasos del sereno Manuel de Raya por
la calle de Lorite, el dulce sabor de los mojicones y las jícaras de chocolate
en doña Mariquita (calle de Alcalá), el denso olor a aceite en el frío invierno
navero, la aspereza sonora del papel de periódico y la dureza fría del mármol
de las mesas del Café Imperial en la Puerta del Sol (aquel Madrid de tertulias
y política), las frágiles nubes rosáceas de los lentos atardeceres de hace 160
años..
Juan Fernando
Valenzuela Magaña
Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 29 de enero de 2024.
LA
FAMA COMO APLAUSO
Estábamos hablando de la fama, distinguiendo
entre la de quien es muy conocido por su presencia en los medios de
comunicación y la fama como posteridad. Señalamos que en esta segunda acepción
podía a su vez ser positiva o negativa, y hablamos como ejemplo de esta última
de Eróstrato, que, por haber incendiado el templo de Artemisa en Éfeso, es
todavía nombrado hoy, tantos siglos después. Si Eróstrato quería ser recordado a
toda costa en el futuro hasta el punto de elegir una mala fama antes que
ninguna, hay también una figura antigua que representa el afán de ser famoso en
el primer sentido, en el de ser conocido por los contemporáneos. En los Juegos
Olímpicos del año 165, un filósofo llamado Peregrino se arrojó a las llamas.
Aunque decía que era para enseñar que se debe despreciar a la muerte, el
verdadero motivo sería su pasión por la fama. Probablemente deseara también que
se hablara de él una vez desaparecido, pero de lo que no hay duda es de que
buscaba con tesón el aplauso en vida (siempre en la versión de Luciano de
Samósata, que cuenta que estuvo en esos juegos y en esa autoincineración). El
ameno Feijoo (Benito Jerónimo, no confundamos) dice en su Teatro crítico universal: “Fue muy poderoso en el Gentilismo el
hechizo de la fama póstuma. También puede ser que algunos se arrojasen a la
muerte, no tanto por el logro de la fama (Feijoo entiende aquí por fama la posteridad), cuanto por la loca
vanidad de verse admirados, y aplaudidos unos pocos instantes de vida; de que
nos da Luciano un ilustre ejemplo en la voluntaria muerte del Filósofo
Peregrino”.
Tanto Eróstrato como Peregrino son poseídos por
el afán de fama sin más, de modo que el contenido al que se haya vinculada es
irrelevante. En el primer artículo dedicado a este tema ya hablamos de la importancia
de la obra en el concepto griego de fama como posteridad y ahora quisiera decir
algo sobre ese mismo asunto en relación con la fama entre los contemporáneos.
Descartemos, pues, a los Peregrinos de nuestros días y fijémonos en los que
buscan ser conocidos por algo que consideran valioso. Sus motivos pueden ser,
sospecho, variados y no excluyentes. Aventuremos algunos. En primer lugar, ganar
dinero, para poder vivir de su actividad y tener tiempo para llevarla a cabo o
para enriquecerse. Javier Marías repetía que había elegido escribir (y la
relativa fama le era necesaria en ello) para no tener jefes y no tener que
madrugar. En segundo lugar, el aprecio de los demás de lo que uno hace. Aquí
pueden darse grados que incluyen en diferente proporción el reconocimiento a la
propia persona o a la obra. Parémonos en ambos aspectos. En cuanto al primero,
la psicología ha destacado el deseo humano de ser valorado por los demás. El
poeta Czesław Miłosz, que se hace eco de tal deseo en la entrada “Fama” de su Abecedario, matiza también que “el juego
no es tanto entre el hombre y la multitud como entre el hombre y sus círculos
más cercanos”. Es curioso que ya entonces, a fines del pasado siglo, viera con
clarividencia la fragmentación de la fama en el mundo que estaba por venir:
“Cuanta más gente haya, tanto más se especializará la fama, lo que quiere decir
que un astrofísico se hará famoso entre los astrofísicos, (…) un jugador de
ajedrez entre los jugadores de ajedrez”. En cuanto al reconocimiento a la
propia obra, el segundo aspecto que nombrábamos, quien se entrega a una tarea
que considera valiosa y que en cierto modo lo trasciende, quiere para su
resultado una atención que podemos calificar de desinteresada. Podríamos pensar
incluso en un autor que, odiando toda promoción personal, transija a
regañadientes en aras de que su obra, no por suya sino por considerarla estimable,
se conozca.
Es posible también que ambas famas, la que estamos viendo en este artículo y la fama como posteridad, se opongan en un momento dado. Pudiera ser que alguien pagara la fama actual con el abandono tras su muerte, y a la inversa, que el olvido de sus contemporáneos sea el precio con el que conquistar la inmortalidad.
JUAN FERNANDO VALENZUELA MAGAÑA
Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 4 de diciembre de 2023.
SALINGER
Y KAFKA
En el artículo del mes pasado
hablábamos sobre la fama, entendida bien como celebridad, bien como permanencia
en la posteridad. Ambas cosas no son incompatibles, claro, y la fama puede
significar a veces un reconocimiento en vida de la obra de alguien, que a su
vez permitiría barruntar su ingreso en el círculo de los elegidos por la posteridad.
Muchos de ustedes habrán leído u oído hablar de
El guardián entre el centeno, la obra
más conocida de Salinger y de lo poco que se ha publicado de él. Salinger, que
murió en 2010, es un escritor estadounidense conocido por su alejamiento de la
vida pública. Un abogado le preguntó una vez en un juicio: “¿Ha concedido
alguna vez una entrevista?”. Su respuesta fue: “Siendo yo consciente, no”.
Aunque constan algunas (entre ellas, a un adolescente para el periódico de su
instituto), lo cierto es que su aislamiento se hizo proverbial y conseguir una
foto de él consistía en todo un reto para los periodistas. Los últimos cuarenta
y cinco años de su vida no publicó nada. La expectación con que se esperaba
algo salido de su pluma explica que uno de los números más vendidos de la
revista Esquire fuera aquel en el que
aparecía un relato anónimo que muchos lectores (por su título y su estilo)
atribuyeron a Salinger y que había sido escrito por el editor de narrativa de
la revista. Que no publicara nada no implica que no escribiera. De hecho, dejó
a su hijo cientos de miles de páginas y una instrucción: “Publícalo todo. Lo
feo, lo bueno y lo malo, que sea el lector el que decida lo que vale o no”. ¿Por
qué Salinger rechazaba la fama de un modo que, paradójicamente, lo hizo tan
famoso? Porque era un escritor y se dio cuenta de que para escribir necesitaba
que lo dejaran en paz. Incluso publicar lo vivía como un obstáculo para su
labor. Según él, escribía para sí mismo, por su propio placer. Pero la
instrucción dada a su hijo nos permite aventurar que tal vez también escribía
para la posteridad.
Esa instrucción, por contraste, ha
podido traer a la memoria del lector la de Kafka a Max Brod. Según se dice, el
primero le habría ordenado al segundo que quemara todos sus papeles y este
habría desobedecido permitiéndonos el acceso a una de las obras más influyentes
del siglo XX. Sin embargo, ¿ocurrieron las cosas de ese modo? Tenemos dos
textos, llamados comúnmente “testamentos”, dirigidos a su amigo y albacea Max
Brod, aunque nunca recibidos por él, sino encontrados tras la muerte del
escritor en un cajón junto a más papeles. El primer texto estaba escrito a
tinta, y Brod cuenta que Kafka, en una conversación donde hablaron de
testamentos, se lo había enseñado por fuera diciéndole: “Mi testamento será muy
sencillo… pedirte que lo quemes todo”.
Brod le dijo que no cumpliría tal cosa. El segundo texto es posterior y
detalla su disposición. Kundera, crítico con Brod, considera que aquí se
demuestra que Kafka no quería destruir su obra, sino seleccionarla, pues dice
lo que, de entre lo publicado y lo que no, consideraba válido. Lo que quería
que se destruyera se refiere a dos tipos de textos. Por un lado, los escritos
íntimos, lo que parece muy razonable y cuya publicación e incluso lectura
plantea una espinosa cuestión moral. Por otro, los cuentos y novelas que según
él no logró culminar. En cualquier caso, y aun admitiendo las sensatas reservas
del recientemente fallecido Kundera, Kafka manifiesta ahí desear que nada (ni
siquiera lo considerado válido) sea editado de nuevo y transmitido a la
posteridad. Tal como yo veo el asunto, su vocación era la literatura (“consisto
yo mismo en literatura, no soy ni puedo ser otra cosa”, dice en una carta a
Felice Bauer), lo que no quiere decir que no le importara que su obra fuera
reconocida, tanto en su tiempo como en el futuro. A favor de este interés
tenemos el hecho de que en su lecho de muerte estuvo revisando las pruebas de un
libro que se publicaría poco después de su fallecimiento. Si sumamos a esto su
exacerbada autocrítica, tendremos quizá una visión más acertada de ese famoso
mandato a su amigo Max Brod.
Juan Fernando
Valenzuela Magaña
Artículo aparecido en el Jaén el lunes, 6 de noviembre de 2023.
LA FAMA
Probablemente lo primero en lo que haya pensado el lector al leer la
palabra del título haya sido en los famosos que pueblan la televisión y demás
medios de comunicación, incluidas las redes sociales. Esa fama, que consiste en
ser conocido de muchísima más gente de la que uno conoce, tiene, por supuesto,
grados, tanto en su calidad como en su duración. El extremo inferior en
calidad, que a su vez admite matices, sería el llamado “famoso por ser famoso”,
aquel que lo es sin ninguna razón particular (o desproporcionadamente en
relación con alguna) o bien por asociación con alguna celebridad. El extremo
inferior en duración serían los “quince minutos de fama” que, en la expresión
atribuida a Andy Warhol, todos tenemos en nuestro mundo en algún momento de
nuestras vidas. En cualquier caso, en sí esta fama es efímera; nada garantiza
(más bien al contrario) que perdure en el tiempo.
Pero también utilizamos la palabra fama
para referirnos a alguien del pasado cuyos méritos han logrado que su nombre permanezca
más allá de la muerte. Es lo que llamamos “pasar a la posteridad”. “Todos los
bienes del mundo / pasan presto y su memoria, / salvo la fama y la gloria”,
cantaba Juan del Encina en torno al año 1500. Muchos siglos antes, Píndaro la
calificaba de “deseadísima”. En realidad, la avidez de fama puede señalarse
como un rasgo constante en la historia de Grecia, desde los héroes homéricos
hasta Alejandro, y tiene que ver con la atención al individuo y a la propia
personalidad, en contraste con la cultura oriental. El lugar que el artista
ocupa en esta visión de la fama es determinante, pues es él el encargado de
inmortalizar las hazañas, que quedarían ocultas sin su concurso. Heródoto narra
las Guerras Médicas precisamente “para que no se desvanezcan con el tiempo los
hechos de los hombres, y para que no queden sin gloria grandes y maravillosas
obras, así de los griegos como de los bárbaros”. Además de como dador de
inmortalidad, el escritor es a la vez objeto de la misma, como se encargó de
recordar Ennio (en el contexto romano) en su epitafio: “Nadie el don de las lágrimas me rinda, porque vivo de boca en boca voy
volando”.
Habría que ver en qué momento esta idea empieza a ser cuestionada, pero
está claro que en época romana ya había una tradición crítica contra ella, que
a su vez era criticada. Valerio Máximo dice: “Por lo demás, no desdeñan la gloria ni
siquiera aquellos que tratan de inculcar desprecio por ella, ya que no dudan en
poner su nombre en los libros que escriben, para de este modo perpetuarse en la
memoria y obtener lo que ellos mismos pretenden desacreditar”.
Esta fama tiene una versión muy curiosa por cuanto incierta mientras el
beneficiario trabaja para ella, y es la fama póstuma, la adquirida una vez
muerto.
Aunque hemos dado por supuesto que esta fama es positiva (del mismo modo
que al hablar de “suerte” damos por hecho que es buena), existe también la mala
fama. Fue la que se ganó Eróstrato, que buscó pasar a la posteridad incendiando
el templo de Artemisa en Éfeso (el mismo día, se dice, que nació Alejandro
Magno). Parece como si con Eróstrato la fama se hubiera desvinculado de aquello
que le daba sentido y se hubiera vuelto autónoma. Ya en Heródoto puede verse un
atisbo de esto al resistirse a nombrar a plagiarios o falsarios, dando así a
entender que, aun negativa, la fama es siempre un premio. Por cierto, también
en el caso de Eróstrato se prohibió dejar registro de su nombre para que no
consiguiera la pretendida inmortalidad, del mismo modo que hoy día no vemos en
la televisión al espontáneo que salta a un campo de fútbol. Pero alguien se fue
de la lengua, o del cálamo.
Esta dualidad de la fama era representada mediante dos trompetas, a veces
clara la de la buena fama, oscura la de la mala.
Pero lo más llamativo si uno penetra en la idea de la fama es su
vinculación con el rumor. La palabra fama
incluía antiguamente ambas cosas. ¿Cómo es posible? Habrá que ver en qué
consiste el rumor, para lo que emplazo al lector a un posterior artículo.
Juan Fernando
Valenzuela Magaña